Muchos de los mejores platos de la cocina española provienen directamente de la escasez de materias primas y del hambre.Con horas de paciencia, primero para conseguir los productos, y luego delante del fuego, nuestra tradición culinaria es todo un buen ejemplo de eso que ahora llaman desarrollo sostenible y dieta mediterránea. Sin aditivos ni colorantes, del aceite de oliva, unas migas de pan, ajo, trozos de panceta y ese toque maestro de pimentón salía un plato de pobre que hoy está revalorizado y tiene cinco estrellas. Tal vez por eso, la guerra de fogones que mantienen reputados cocineros de diseño poco, o nada, tiene que ver con los gustos mayoritarios de los españoles. Y es que aquí, vayas donde vayas, lo que gusta es la zampa. ¡Cómo renunciar a unas bravas o a unos boquerones en vinagre por unas algas con metilcelulosa, más propias de una carta de ciencia ficción que de la Ruta de las Tapas!
Hay cosas que tienen más que ver con los sabores y otras con el hambre. Y en España, si algo hemos aprendido es que con las cosas de comer no se juega. No sé si Santi Santamaría tiene más razón ahora que hace unos años, cuando defendía otras posturas; ni dudo de la aportación de Ferrán Adriá a la nueva cocina, creando texturas, sabores y colores que hasta le abren las puertas de universidades, museos de arte vanguardista o la Berlinale. Pero parece que esta polémica entre los científicos de las vitrocerámicas no esconde otra cosa que rencillas y envidias entre divos que aspiran a tener el gorro de cocinero más grande del mundo con la pizca de sal apropiada.
Puestas así las cosas, tampoco descarto que dentro de poco en los menús del día ofrezcan migas glasé, que al menos por curiosidad habrá que probarlas, por eso del deleite de los sentidos. Aunque es probable que en cualquier reunión familiar el postre estrella sea la costrada de toda la vida, sea o no, de diseño