lunes, 26 de septiembre de 2011

Inoperativo

Hace unos meses, en esta misma columna, conté la increíble historia de Miguel. Les refresco la memoria. Miguel era un tipo con el que coincidí al inicio de mi vida laboral y con el que me reencontré un día en plena calle un par de décadas después. Era un friki que tras pasarse media vida enganchado a la última novedad tecnológica que caía en sus manos desde su primer Spectrum había dado un paso más. Se había sometido a varias operaciones para implantarse en su cerebro todas las redes sociales habidas y por haber. Mediante unos pequeños chips, colocados en el lugar oportuno del cerebro los mensajes de Twitter, Facebook  o Tuenti circulaban con tanta rapidez por su cabeza que había logrado algo extraordinario: tener la capacidad de vivir la vida de los otros. Con tanto mensaje ya no hablaba de él.






El inesperado reencuentro me dejó tan descolocado que desde entonces no dejé de preguntarme cómo era posible que andara por ahí un tipo con chips prodigiosos implantados en la cabeza. Eso alimentó mi curiosidad, lo que propició que siguiera sus tweets y que solicitara  su amistad en Facebook, aunque nunca intercambié con él mensaje alguno.  Como voyeaur de las redes sociales me limité a prestar a especial atención a sus comentarios. No se le escapaba nada de la actualidad. Era capaz de comentar los trending topic del día (los términos más repetidos en twitter), de responder al comentario de cualquier hijo de vecinos y opinar de todo. Recuerdo, por ejemplo, como hablaba de la boda de la Duquesa de Alba, las andanzas de Justin Bieber o el fiestorro de la divorciada Jennifer López con la misma presteza que en asuntos como la ayuda de la Unión Europea a Grecia, la amenaza del Fondo Monetario Internacional de hacer una auditoría externa a la banca española, el fin de los toros en Cataluña, la creación de eurobonos o la feroz crítica de Carlos Boyero a La piel que habito, de Pedro Almodóvar. 


Simplemente, Miguel tenía la necesidad de comentar toda la información que llegaba a su cerebro. Y era infinita. Hace unos días que Miguel murió. Estaba en una céntrica cafetería de la ciudad y se desplomó. Nunca más se despertó. Había caído fulminado. Los médicos que le atendieron sólo pudieron certificar su fallecimiento. Tras el barullo que se armó  en la cafetería fue trasladado al Instituto Anatómico Forense para practicarle la autopsia. El juez lo decidió así tras personarse en la cafetería para ordenar el levantamiento del cadáver. No las tenía todas consigo y quería saber las causas de la repentina muerte de aquel hombre. Junto a él encontraron una Blackberry y una Ipad de Apple, que seguían escupiendo mensajes e informaciones como si nada hubiera pasado. Unos días después del trágico suceso la autopsia determinó las causas del fallecimiento: un ictus cerebral por sobreabundancia de información.

lunes, 19 de septiembre de 2011

BA-LON-CES-TO




En 1984 los Corbalán, Solozábal, Epi, Itu, Margall, Romay y compañía nos dieron la madrugada. De paso nos colgamos con ellos la medalla de plata de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Todo un hito. Esa noche de verano soñé que por fin estábamos cerca de ser como los yugoslavos y los rusos, claros dominadores europeos. A la selección norteamericana la veía como una misión imposible porque jamás seríamos capaces de echarles ni a codazos de la zona, ni defender como ellos ni meterla para abajo con la misma soltura que los creadores de ese deporte llamado baloncesto cuyo origen se atribuye a un profesor de la YMCA de Springfied llamado Jerry Naismith "hace mucho, mucho tiempo" ("A long time ago", que dirían los guiris..). 


Batallitas aparte, aquel equipo que dirigía el inolvidable Antonio Díaz Miguel -¿para cuándo el homenaje en toda regla que se merece?- tenía talento y virtudes que perviven en la actualidad. Con el paso de los años le doy más valor a la hazaña del 84. Jugar una final en la tierra de la NBA, frente a estrellas norteamericanas de la talla de Pat Ewing, Michael Jordan o ese cazador nato del aro contrario llamado Chris Mullin, todos ellos bajos las órdenes de un mito de los banquillos como Bobby Night, me hizo pensar en que el baloncesto español había tocado techo. 


Para un tipo de altura media como yo, con más cintura de Gepetto brother (¡siempre grande Montes!) que otra cosa, que pasaba las horas botando el balón en el patio de un colegio –bueno puedo presumir de haber jugado en un pabellón, lujazo para aquella época- y que la única imagen de la NBA que retenía en mi memoria era la del vuelo estratosférico de Julius Erving, alias Doctor J, esa final era el no va más. Entonces no había You Tube, webs, ni se veían partidos de la NBA, sólo había visto volar a Doctor J y elevaba a la categoría de mito a los Sixers (luego me hice de los Celtics...) por unas imágenes grabadas en Súper 8. Entre 1984 y 2011 han pasado muchas cosas, pero el balón no ha dejado de botar. 


De aquella final de Los Ángeles a la del Europeo de Lituania la diferencia que existe entre los jugadores es el supertalento de una generación legendaria. Gasol –Pau y Marc-, Navarro, Calderón, Rudy, Reyes y toda esa plantilla que nos deleita ahora han heredado el mismo espíritu de equipo de aquellas generaciones que trataban de llevar al baloncesto español a lo más alto durante décadas. No sé si en los Juegos Olímpicos de Londres de 2012 se cerrará el ciclo de un equipo capaz de convertir lo extraordinario en rutinario, que nació en el Mundial Junior de Lisboa de 1999. Pero estoy seguro de que la vida siempre es mejor con…!ba-lon-ces-to!

lunes, 12 de septiembre de 2011

Las memorias del futuro


Nouriel Roubini, el gurú económico norteamericano de origen turco que predijo la Gran Recesión –sin que le hicieran mucho caso, al menos por estos lares–, no puede ser más claro sobre lo que se nos viene encima. “España está al borde del precipicio y con los pies colgando”, sostenía recientemente en una entrevista publicada en el diario ABC. Todavía no me he recuperado de sus palabras y de su diagnóstico de la economía mundial. Y lo que es peor, cuando me levanto a diario y repaso los titulares de las primeras planas de los periódicos no encuentro ni un sólo motivo para no pensar más que en un sálvese quien pueda. Por la falta de confianza que generamos en los mercados internacionales, con una economía estancada sin atisbos de crecimiento y un paro descomunal estoy por encomendarme al primer santo que se cruce por mi camino para que, al menos, me deje como estoy. Hace cuatro años hubo elecciones generales y desde entonces poco se ha avanzado.

 De hecho, tras las elecciones se hicieron más profundas las heridas en la economía española porque en lugar de actuar, los comicios sólo sirvieron para prolongar una profunda crisis económica. Ahora estamos más cerca de Grecia que de Alemania, porque las medidas se han tomado a destiempo y porque, una vez más, los intereses partidistas han prevalecido sobre las necesidades reales de un país que juega en el borde del abismo. Y la pregunta es muy sencilla: ¿Cómo se puede mantener un Estado del Bienestar si no hay ingresos suficientes para ello? Ahora que los diputados y senadores se han atrevido a mostrar lo que hay en su colada, en eso que llaman ejercicio de transparencia, tampoco estaría mal que en aras a la responsabilidad actúen con sentido de Estado.

Nadie discute que sus señorías tengan un sueldo digno, que estén bien pagados o que tengan dos casas, una moto y una deuda hipotecaria, pero tampoco es discutible que se les exija algo más que criterios partidistas y cálculos electorales para salir de este atolladero. No niego que tenga su morbo descubrir que Elena Salgado posea un apartamento en los Alpes o que Zapatero disponga de una parcela en León, pero puestos a sincerarse tiene más interés un buen libro de memorias de los políticos y estadistas que han partido el bacalao en los momentos más difíciles que airear su patrimonio. Pero aquí es cuestión de tiempo y habrá que esperar algún tiempo para leer las memorias de Angela Merkel... Por ahora hay que conformarse con las memorias de María San Gil, Tony Blair o George Bush, por ejemplo.

Como declaración de intenciones reconozco que si España no termina como Grecia, me gustaría leer dentro de unos años las memorias del político capaz de meter mano al modelo territorial español, al sistema financiero y al mercado laboral. Tal vez algún día lleguen esas memorias a mis manos. Será el síntoma de que España ha dejado de estar con los pies colgando al borde del precipicio a verlas venir. Si no es así, puede que el país haya petao, incapaz de pagar salarios y pensiones como puede suceder en octubre en Grecia. Y también puede ser que para ese futuro a medio plazo las prioridades sean otras y que ya no me dé ni para comprar un libro de memorias, de poemas o de lo que sea.

viernes, 2 de septiembre de 2011

“No sé cómo puedes vivir allí”

Hace unos días que lo bueno se acabó. Las vacaciones de verano ya forman parte del pasado y no evocan más que un sustantivo denominado nostalgia. Con el fin de agosto llegó la hora de hacer las maletas para volver a la rutina diaria. Entre la ropa, los zapatos, los calzoncillos, las chanclas y el tubo de bucear hemos tenido que hacer hueco entre el equipaje a la reforma constitucional. No es de extrañar porque lo habitual es que a la vuelta el equipaje sea más abultado. La cosa es que esta reforma ha sido tan veraniega como una partida de mus con los colegas o deleitarse con un helado de leche merengada al borde del mar. Sin embargo, más que la reforma de la Carta Magna, tan intocable hasta que los que nos prestan dinero nos han dicho que no van a aflojar la cartera si no dejamos de gastar y hacemos lo que nos dicen, lo que más me ha sorprendido es descubrir que en Australia es donde mejor se vive.  Uno, que en la maleta también hizo hueco a la letanía de los paisanos del pueblo ahora se queda descolocado. Esa letanía consiste en que a diario oía eso de “no sé cómo puedes vivir en Madrid, si no hay nada como el pueblo”. No hay paisano que no piense que su pueblo es el mejor, da igual que sean cuatro casas en medio de un secarral o un paraíso natural en el que un día plantas tomates y otro limones con la seguridad de que la boca se te va a hacer agua. Tampoco se lo discutiría nunca. Sin embargo, lo que me hace preguntarme si otra vida es posible es la lectura del informe de Economist  Intelligence Unit sobre las mejores ciudades del mundo para vivir. Resulta que las ciudades australianas y canadienses copan el top ten de urbes para vivir como Dios manda. Uno, que sigue con indisimulado fervor todo tipo de estudios que superpoblan Internet, con un apasionamiento directamente proporcional al escepticismo que me genera su rigor científico, se queda más tranquilo al saber que Trípoli no es una de las mejores opciones para mudarse a un residencial con piscina y seguridad las 24 horas. No sé si para llegar a esta conclusión hay que hacer un sesudo estudio acompañado de un brainstorming, miles de entrevistas en diferentes idiomas y un sondeo con un margen de error mínimo. Además, como soy un poco puñetero me pregunto si es más fácil medir la satisfacción de la ciudad en la que vives o justificar la imposición de tasas. La cuestión es que la lista la cierra Harare (Zimbabue), que supongo que será un infierno, peor que Tripoli aún, y dudo que nadie esté pensando en instalarse allí para empezar una nueva vida. Sin embargo, después de que Gallardón te casque la primera multa de tráfico nada más llegar a Madrid, lo que era una letanía de verano se convierte en un anhelo. Será que en el pueblo o en Melbourne se vive mejor...

jueves, 1 de septiembre de 2011

La Bastilla de Sol






El 14 de julio de 1789 los trabajadores parisinos tomaron la Bastilla, una prisión que entonces sólo tenía a siete inquilinos pero que simbolizaba la monarquía absoluta de Luis XVI. Fue el primer paso hacia la Revolución francesa. Desde el 15 de mayo la Puerta del Sol se ha convertido en el escenario propicio de los indignados, que han llevado a cabo todo tipo de concentraciones y manifestaciones sin el pertinente permiso de las autoridades, en este caso de la Delegación del Gobierno. Pero ahora la broma se ha acabado. O al menos eso considera Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, que en su primera comparecencia ante los periodistas tras las vacaciones ya advirtió que el Gobierno central no puede permitir “que la Puerta del Sol se convierta en una Bastilla”.

Ni estamos en la Revolución Francesa, ni en el mismo país, ni siquiera los motivos que llevaron a los parisinos a echarse a las calles y del movimiento 15M a gritar a los políticos “que no, que no nos representan” son los mismos. Por mucho que lo fácil sea llamar a la revuelta callejera y que los desmanes se justifiquen por la indignación, entre la Bastilla y la Puerta del Sol hay más diferencias que coincidencias, aunque nadie debe olvidar que la historia demuestra que los errores del pasado se repiten.


Cada momento tiene sus causas y razones, pero también sus soluciones. Es cierto que la sombra de la crisis económica es alargada y que el otoño será caliente. Por eso, la comparación que Aguirre establece entre La Puerta del Sol y la Bastilla no es casual, tiene su miga porque la Francia de Luix XVI estaba sumida en una fuerte crisis financiera. Probablemente es más meditada de lo que parece y tras unas semanas de descanso en Pravia –nada como los verdes prados asturianos y el olor del cercano Cantábrico para cargar pilas-, Aguirre vuelve al primer plano político como a ella más le gusta, marcando los tiempos, sin morderse la lengua, siempre ágil y dispuesta a cualquier golpe de efecto.


Comparar la Bastilla con la Puerta del Sol no es gratuito, tiene sus efectos. Es, para empezar, la excusa perfecta para respaldar la petición de que se cree una policía autonómica, y de paso hacer mella en el candidato socialista a la presidencia del Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba y su sucesor en la cartera ministerial, Antonio Camacho, por no hacer lo que deberían hacer. Es decir, no permitir concentraciones que no tengan la correspondiente autorización y donde los policías solo miran, pero no tocan ni identifican. Por eso, Aguirre ha acusado a Rubalcaba y  Camacho de “infringir la ley”, entre otras cosas por dar instrucciones a la policía para que no identifique a los indignados.


La lideresa popular sabe que el curso político arranca con los ánimos sindicales caldeados, con los primeros liberados sindicales que regresan a sus puestos de trabajo ‘tras años sin ejercer’ por el empecinamiento del Ejecutivo regional por reducir su número pese a quien pese, con las heridas sin cerrar de conflictos como la huelga salvaje de Metro o las protestas de sindicatos e indignados por la reforma constitucional express para fijar un techo de gasto en las administraciones públicas. Por si fuera poco, el fin de las vacaciones de agosto ha colocado a los docentes en pie de guerra contra el Ejecutivo regional porque ya saben que durante este curso tendrán 20 horas lectivas, dos más que hasta ahora, lo que supondrá que muchos interinos no serán contratados.


Si nadie lo remedia, el 14 de septiembre los institutos madrileños no abrirán sus puertas por una huelga que a día de hoy no es más que provisional. Hasta entonces, los oídos de Aguirre ya se habrán acostumbrado a escuchar de los sindicatos de la enseñanza que la presidenta regional “quiere más policías y menos educación”. Pero como su siempre admirada ‘dama de hierro’ Margaret Thatcher, la presidenta regional no va a dar su brazo a torcer, ni le asustan lo más mínimo las amenazas de huelga porque no son nuevas para ella: “Yo llevo 28 años en el servicio público y es raro el año que no tengo cuatro o cinco”.


Con lo que se viene encima en este otoño, y sin perder de vista las elecciones generales del 20-N, Aguirre ya ha dejado bien claro, en negro sobre blanco, que la Puerta del Sol no se puede convertir en la Bastilla ni permitir que los indignados se apropien de ella. En ese empeño, el papel de la policía en los próximos meses será determinante. Y ella lo sabe.