El otro día estuve a punto de comprarme una de esas pulseras maravillosas que anuncian por la radio. Dicen que son capaces de proporcionar armonía y energía. Y si no es así, da igual. Este verano es lo que está más in. Si la llevas eres alguien, vas a la moda. Incluso a quien le vaya el rollo espiritual es posible que consiga el mejor de los efectos placebo. La hay ya de todo tipo y diseños. Unas son oficiales, aunque en los chinos se venden como rosquillas. Si sus efectos fueran ciertos en estos tiempos de dudosa moralidad y bajas por depresión vendrían bien. De hecho, la cálida voz del locutor radiofónico de turno estuvo a punto de convencerme cuando dijo que más de cuarenta millones de unidades se han vendido en Estados Unidos. Toma ya. Si no fuera porque estaba en un interminable atasco de entrada a Madrid y que mi estabilidad emocional la sustento como puedo, casi hasta habría picado. Con el móvil a mano, el mercurio a más de 30 grados centígrados y al borde del ataque de nervios, casi encargo la pulsera. En el fondo, si este inocente abalorio, anunciado por los propagandistas como “genuino y verdadero, rechace imitaciones”, es capaz de sustituir cualquier terapia emocional, los antidepresivos tendrían las horas contadas. Pero aquí lo que se lleva es automedicarse. Cuántas más pastillas, tranquilizantes y todo eso, mejor. En esto que llamamos la sociedad civilizada, tiramos de pulsera o pastilla milagrosa a la mínima. Este es el paraíso de la automedicación. Ni siquiera somos capaces de aguantar un par de noches en vela porque la titi con la que creíamos que íbamos a estar el resto de nuestra vida nos ha plantado. Lexatin a la boca, y que la química acabe con el sufrimiento. Es curioso que la venta de antidepresivos en España se haya disparado de 30,8 millones de unidades en 2007 a cerca de 33,6 millones en febrero. Igual que proliferan los libros de autoyuda y los gurús trascendentales, la crisis aprieta y los psicofármacos siempre están a mano. Pero esto es como la dualidad universal del ying y el yang. Los ricos del norte y los pobres del sur. Lo malo es que hay muchos seres humanos que ni tienen tiempo para ellos mismos. Bastante hacen con sobrevivir con dignidad. Un ejemplo. El 99% de las personas que viven en la extrema pobreza es capaz de devolver los microcréditos fundados por el banquero de los pobres y Premio Nobel de la Paz, Mohamed Yunus. Y aquí, la peña se hipoteca por comprar un elixir de la juventud eterna, hacerse una liposucción o, como mínimo, se deja unas decenas de euros en una pulsera mágica porque la luce el vecino o el famoso de turno.
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