domingo, 26 de abril de 2009

La otra música

Madrid es una ciudad muy grande, pero sólo tanto como el azar se encapriche. En una cosmópolis así uno puede hacer de su vida invisible lo que quiera, pero de repente el destino te la juega. Un encuentro inesperado, en este caso dos, y miras al pasado, a los años en los que todo eran ilusiones y pensabas que jamás ibas a sufrir la crisis de los 40. Así sucedió el otro día. Durante un tedioso acto social me reencontré con un antiguo compañero de la universidad. El Keith Richards le llamábamos, con artículo y todo, por eso de que era uno de los pocos amigos que en los años de la Complutense nos pasaba por los morros que había estado viendo a los Rolling Stones en el histórico concierto del 82 en el Vicente Calderón. Aspiraba a tocar su guitarra eléctrica Fender stratocaster como la satánica majestad de Keith Richards, tenía un póster del Che Guevara en su habitación y defendía la Teología de la Liberación como la única solución a tantos abusos de la Iglesia católica. Hoy es el responsable de comunicación de una importante empresa, gana una pasta gansa, lleva a sus hijos a colegio de curas y ya no toca la guitarra. Ahora es de los que saca los codos para acudir a tertulias en los medios de comunicación y convertirse en paladín de la defensa de los desempleados. Claro, que de paso fustiga a Rodríguez Zapatero sin descanso como responsable de todos los males. Si no fuera porque conduce un Porsche Cayenne de 63.000 euros, igual hasta le creería… Unas horas después, en el Metro, me encontré a otro compañero. A los tres nos unió en la Universidad nuestra pasión por la música, en forma de vinilo y cintas regrabadas de horas de radio. Este otro amigo fue el que nos habló por primera vez de Ian Curtis, el lacónico líder de Joy Division cuyo suicidio a los 24 años engrandece más su leyenda. Recuerdo que no se quitaba la camiseta de Joy División y cuando me reencontré con él, veinte años después, la llevaba en su mirada. Es uno de los cuatro millones de parados más. Divorciado y con dos hijos vive en casa de sus padres. A los tres nos unió la musica en la Facultad, pero el azar se ha empeñado en que a cada uno la música nos suene de otra manera.

sábado, 18 de abril de 2009

'Pijoaparte'

El otro día llamaron a la puerta de casa –toc,toc,toc- mientras estaba tirado en el sillón tratando de poner en orden mis ideas. Me levanté, abrí y me encontré con un tipo que con toda la confianza y verborrea del mundo, pero con un traje arrugado que le quedaba grande y un horrible nudo de corbata, trató de colocarme un pedido de agricultura ecológica por 35 euracos al mes. Tras despacharle volví al sillón donde repasé la grotesca escena y fue cuando de repente me acordé del Pijoaparte, ese auténtico superhéroe de barrio de la novela Últimas tardes con Teresa. Mira por donde una sonrisa se dibujó en mi cara para camuflar mi tedio. Algo parecida a la que Juan Marsé tendrá el próximo jueves en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá cuando reciba el Premio Cervantes y observe el rostro de Ángeles González-Sinde, la ministra de Cultura que vino del cine. Supongo que las recientes palabras de un Premio Cervantes sobre el cine español habrán sentado como un jarro de agua fría a la ministra, a pesar de su buena estrella y sus Goyas. “El problema del cine español no es la piratería, sino la falta de talento”, advierte Marsé. Su lamento está más que justificado porque al fin y al cabo es un escritor que no ha gozado de mucha suerte en las adaptaciones de sus obras a la gran pantalla, desde la célebre Últimas tardes con Teresa al Embrujo de Shanghai. Tal vez por ello en su última novela ajusta las cuentas a más de un guionista, con descarado indisimulo. Marsé es de esos tipos valientes, que tienen la suerte de decir lo que piensan y quedarse tan panchos. Igual que Arturo Pérez Reverte y Javier Marías, que también cuentan con un buen puñado de pijoapartes en sus novelas que sueñan con alcanzar una vida mejor, sin dudar en mezclar apariencia y realidad. Creo que el andaluz del barrio barcelonés del Carmelo creado por Marsé no está invitado a la entrega del Cervantes. Una pena. Seguro que encuentra la manera de colarse y suspirar por el amor de alguna mujer de la burguesía progre que desprenda aroma a Chanel. Quien sabe si tras una noche de amor con una joven que conozca en la Cisneriana con las primeras luces del al alba, el Pijoaparte se volverá a encontrar con cofias y delantales, despertando de bruces a la realidad.

martes, 7 de abril de 2009

Fotos

Tener una foto con Obama se ha convertido casi en una cuestión de Estado. Así ha quedado de manifiesto durante el reciente periplo del mandatario norteamericano por Europa. En mi desordenado álbum fotográfico no podré tener ese objeto de deseo y por eso envidio a Zapatero. No sé si podrá presumir en la bodeguilla de la Moncloa o en el retiro de Doñana con sus colegas de las instantáneas que se hecho con el presidente yankee, pero si quisiera enmarcarla lo podrá hacer. Y yo no. En el fondo es un privilegiado, porque a decenas de periodistas les hubiera gustado probar el efecto placebo que produce hacerse una foto con un mito. Por eso no me extraña que se olvidara del posado oficial de la Cumbre de las Civilizaciones. Ser un mitómano es lo que tiene y fotografiarse con una estrella lo cura todo. A mí, que quieren que les diga, me resulta un poco patético que los mandatarios mundiales se peleen por hacerse una foto, pero con Obama lo entiendo. Es como el viajero del AVE que se cruza con la Belén Esteban de turno en la estación de Santa Justa y le pide una foto antes de someterse a la persecución de intrépidos reporteros mal pagados. Pero la foto es lo que vale, aunque salga movida. Y eso es lo que le pasó a Zapatero con los rumores confirmados el martes por la crisis de Gobierno, que hicieron que su instantánea con Obama saliera algo movida. Si les soy sincero, eché de menos en la imagen al Mocito Feliz, ese tipo calvo con barba que sale detrás de los famosos, que lleva siempre periódicos y que se cuela con todo el descaro en los planos de los paparazzis. Pero lo de las fotos tiene su cosa y la pasión de algunos llega hasta tal punto que un viaje de placer se puede convertir en una pesadilla a cuenta del arte fotográfico. Eso le pasaba a un amigo que nos pedía posar una y otra vez al grito de "foto, foto". ¡Y eso que no nos acompañaba Obama! Un click tras otro, las cámaras digitales han sido el instrumento globalizador que ha servido para captar la euforia mundial que transmite Barack Obama. Entre tanta sonrisa, no me extraña que los líderes de la vieja Europa quieran inmortalizarse junto a una sonrisa que es sinónimo de otras maneras en el orden mundial. En anteriores cumbres la gente abucheaba a Bush, pero con Obama todos quieren una foto a su lado, con Mocito Feliz o sin él.

viernes, 3 de abril de 2009

Falta el idiota

No tengo duda. En la cumbre del G-20 sólo faltó un idiota. Podríamos llamarle, digamos que Plácido, como el de la inolvidable película de Luis García Berlanga. O puestos a comparar, también podría ser Pignon, ese personaje de la obra de teatro reconvertida en éxito cinematográfico titulada La cena de los idiotas. Pero casi que por eso del amor patrio y la fidelidad a la roja, como desde hace un intermedio se llama a la Selección española de fútbol, me quedo con Plácido. La cosa es que ese idiota, al que he decidido llamar Plácido, no estuvo sentado en el banquete de crisis que Gordon Brown ofreció en el número 10 de Downing Street a los representantes del mundo de la opulencia, incluido José Luis Rodríguez Zapatero. Plácido no pudo hacerse la foto con Obama, ni siquiera con Carla Bruni, que seguro que le hubiera gustado más porque siempre le tiraron mucho las francesas desde que vio una película de Fanny Ardant de la que no recuerda el título. Por no poder, ni siquiera pudo hincar el diente al menú de recesión que elaboró ese cocinero británico convertido en ídolo de jovencitas llamado Jamie Oliver. Y eso que un bocado al salmón orgánico procedente de las islas Shetland, al pan irlandés o a la paletilla de cordero del valle de Elwy hubiera merecido la pena. Pero Plácido todavía se acuerda de los opíparos 19 platos que los representantes de los países más poderosos del mundo degustaron en Japón no hace mucho tiempo y le entra cosica, que por eso es tan manchego como Sancho. Tal vez por eso, a Plácido le gusta más el montado de panceta en el bar del pueblo con un chato de vino recio que una cena de gala. Pero Plácido debería haber estado allí. Sólo tipos como él serían capaces de hacer llegar a los mandatarios del mundo un mensaje claro. Plácido estaba pensando en pedir un crédito para renovar su maquinaria agrícola. Hace años le ofrecían financiar más del 80% del valor del tractor y ahora cuando entra en la oficina se sorprende con los intereses para captar clientes. Llevaba tiempo con la mosca detrás de la oreja, pero sabe bien qué es la soledad. Antes le llamaban de usted y ahora no le dan un duro. El G-20 necesita a Plácido. Él sabe mejor que nadie que para arreglar esto hace falta más que un cuento de Navidad... en abril.