viernes, 28 de agosto de 2009

Septiembre

Septiembre es diferente, siempre lo ha sido. El mes que comienza no es como, digamos, noviembre; es un privilegiado del calendario. Siempre hay clases para todo y pese a que los días son más cortos, aderezados por la añoranza de lo que fueron las vacaciones y la inminente llegada del otoño, el mes que abre el nuevo curso siempre es especial. Septiembre es para idealistas, para soñar con revoluciones. Viene siempre cargado de topicazos que sirven para poner el contador a cero. Mediante propósitos de enmienda, con acto de contricción incluido, permite inventarse un nuevo amanecer en las vidas de los seres humanos sin necesidad de pedir permiso a la autoridad competente. No es que me ponga místico, es que siempre con el final de las vacaciones de agosto escuchamos las mismas monsergas. Que si voy a cambiar de vida, que si empiezo una colección de huevos decorados o la maqueta del Titanic, que si voy a ir al gimnasio todos los días... Pamplinas. A medida que la caprichosa realidad se impone, con su tedio diario, se van diluyendo esos buenos propósitos, con la misma cadencia que el verano da paso de manera irremediable al otoño. Hacer planes para la nueva etapa es tan antiguo como la pasión humana por medir el tiempo. No existe civilización alguna que haya escapado a este reto, de la misma manera que cada año por estas fechas nos autoengañamos con propósitos que incumpliremos. No hay más remedio que utilizar como medida el calendario gregoriano, no porque sea el único, pero sí el más usado y porque jamás viajaremos en el tiempo. Y si el 1 de enero es cuando empieza el año nuevo en el calendario de sobremesa, para más de uno, cuando el ciclo arranca de verdad es en septiembre. Septiembre es un mes de sueño, de pensar en que al salir de la trinchera uno se va a comer el mundo... lo malo es que es el mundo quien te come. Al menos, espero no llegar al extremo de un amigo que peca de hipondríaco más de la cuenta aunque se empeñe en negar la mayor cuando se lo recordamos. Ante el temor que le genera la pandemia de la gripe A, confesó que desde el 1 de septiembre ni iba a dar la mano para saludar, ni mucho menos repartir besos por doquier como cuando era play-boy de chiringuito. En mi caso, me conformo con salir airoso de la empinada cuesta de septiembre de este año... y sin dejar de besar, claro.

viernes, 21 de agosto de 2009

'Low cost'

Siempre me gustaron los aeropuertos. Recuerdo que cuando era pequeño mis padres nos llevaban muchas veces al aeropuerto de Barajas para ver a los aviones aterrizar y despegar. Supongo que era una manera de entretener a los niños en aquellos años en los que no había Nintendo y en los que deseaba embarcarme con Han Solo en El Halcón Milenario de La Guerra de las Galaxias. A finales de los setenta, era posible pasar la tarde viendo a los aviones con la nariz pegada al cristal de una de las salas centrales del aeropuerto de Barajas. Ahora, es imposible pasar a esa sala si no vas a volar, pero me siguen fascinando los aeropuertos. Al fin y al cabo son sitios en los que nadie –o casi nadie– es de allí. Son lugares en los que la gente va y viene, pero nadie se mira el ombligo para presumir porque sea del Altet, Barajas o El Prat. Los aeródromos son lugares multilingüísticos, donde se puede conocer a gente de todo el mundo mientras tomas un cubata o aguardas el embarque de un vuelo con retraso en una sala de espera. De todo se puede sacar una lectura positiva y los aeropuertos son un buen ejemplo. Los papanatismos que acompañan a esta España de hoy, en la que no hay pueblo o Comunidad Autónoma que presuma de ser la mejor del mundo encuentran en los aeropuertos un agujero negro. Allí, no importa nada, salvo las pantallas y que tu vuelo salga en hora. Son un gran escape en estos tiempos de oro para las absurdas redes sociales de Internet mientras que las propinas en los bares desaparecen y no decimos ni mú al pagar por ponernos gasolina o automontar un mueble. Lo malo es que el low cost deshumaniza los aeropuertos, gracias a esas ofertas de viajes en avión que incluyen pipí de pago, derecho a bocata traído de casa, galope para pillar asiento y aterrizaje en un aeropuerto a doscientos kilómetros de la ciudad más cercana, en el quinto pino, por 15 euracos más tasas, claro. Este verano los programas de televisión que recorren las playas de las costas muestran cómo se la gasta el percal patrio, para disgusto de los ayuntamientos que viven del turismo de sol y playa. Tal vez, el verano que viene esos intrépidos mismos reporteros pongan el foco en los aeropuertos donde también tienen carnaza, con tartera incluida, pá aburrir. Si las próximas vacaciones encuentro en Internet un circuito de viajes low cost por aeropuertos del mundo igual salgo hasta en Callejeros.