domingo, 27 de septiembre de 2009

Blomkvist

No suelo coger taxis habitualmente, pero hace unos días lo tuve que hacer. Me esperaban para una cena unos amigos y mi mujer. Como casi siempre, llegaba tarde. Me acerqué al vehículo en la parada, pregunté al taxista si estaba libre y aunque no me contestó me subí al taxi. La verdad es que el taxista ni se inmutó con mi presencia. Ni siquiera se volvió para preguntarme adónde íbamos. Tuve que golpear la mampara de seguridad para llamar su atención y recordarle que tenía un cliente, lo que al fin y al cabo es sinónimo de bajada de bandera y taxímetro en marcha. Fue entonces cuando me di cuenta que lo que le tenía absorto era la lectura de un libro, aunque en el primer momento pensé que le parecía más interesante que una carrera el Marca y esos absurdos reportajes que cuantifican los kilopondios por centímetro cuadrado que despide la bota de Cristiano Ronaldo cuando lanza un libre directo. Error mío. En cuanto oyó el ruido de la mampara me pidió disculpas y empezamos la marcha hacia la casa de mis amigos en la calle Ibiza, cuya dirección al fin le pude indicar. Al volverse aprecié que el libro era Los hombres que no amaban a las mujeres, primera entrega de ese fenómeno literario escrito por el sueco Stieg Larsson.
–No leía mucho, ¿sabe? La prensa deportiva y esas cosas, pero esto me tiene enganchado. Desde que lo empecé… ¡hay que ver todo lo que pasa al Blomkvist éste!
Durante el trayecto por Madrid, sorteando zanjas, poniendo a prueba la paciencia en un atasco nocturno y bajo las pancartas de la Corazonada olímpica de 2016, comentamos las aventuras de Blomkvist y de Salander. Además, me explicó que algún cliente se había olvidado el libro en el asiento trasero. Nadie lo había reclamado.
–Como ya no iba a encontrar al dueño comencé a hojearlo… y ya ve –me confesó.
Más tarde, durante la tertulia de la cena, salió como tema de conversación Millenium y lo envidiosos que eran algunos escritores que van de profundos por la vida. Mi amigo nos hizo cómplices del disgusto que le había causado olvidarse hace unos días el libro de Larsson recién comprado. Esbocé una sonrisa, rellené la copa de vino y en ese instante decidí que la próxima vez que tome un taxi también se me olvidará un libro.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Barbas

Las sonrisas y las barbas tienen muchas cosas en común. La mayoría de las veces se complementan, aunque otras veces es como vestirse con una americana de Armani y unos leggings de Ágatha Ruiz de la Prada. Pero sonrisas las hay de todos los tipos. Malvadas, cáusticas, mordaces, inocentes o, simplemente, profidén. Y con las barbas pasa algo parecido, con una excepción: siempre han tenido una connotación negativa. Lo que hasta hace poco era un símbolo de rebeldía revolucionaria en las montañas de la Sierra Maestra, de piratas sanguinarios, comunistas atrapados en el mayo del 68, de titiriteros del cine español o perroflautas, hoy en día está al alza. Hasta Don Juan Carlos I o el Príncipe de Asturias la lucen. Dicen los expertos que la crisis tiene que ver con esta moda de dejarse barba. Igual que desciende el número de separaciones y divorcios en los últimos meses, la perilla bien poblada de pelo es la señal que nuestro cuerpo emite para mostrar la angustia vital ante la crisis económica. Siempre hay teóricos para todo, así que a ver cómo explican que Ulises también tuviera barba mucho antes de que el ladrillo hiciera boom y la quiebra de Lehman Brothers pusiera al mundo al borde del infarto. El legendario Ulises, al que siempre imagino con barba en su larga odisea, se ató al mástil de un barco mientras navegaba por las mediterráneas islas Eólicas para protegerse de los embaucadores cantos de sirena, sinónimo inevitable de perdición que hoy encarnan esos llamados activos tóxicos de Lehman Brothers y los especuladores inmobiliarios. Seguro que Ulises no sonreía ante la tentación. No obstante, también hay gente que no borra la sonrisa de su rostro cuando en realidad te la está metiendo doblada. No sé si Evo Morales, presidente de Bolivia, es de esos, pero me da que es de sonrisa fácil. Tras una cena de postín en el Palacio Real al dirigente boliviano no se le ocurrió otra cosa que mostrar su sorpresa por haber sido agasajado por los Reyes de España en el Palacio Real, “el centro en donde se tomaban las decisiones políticas para la invasión”. Supongo que ver a un rey humano estimuló su imaginación revolucionaria hasta oír los cantos de sirena, pero intuyo que en el rostro con barba del monarca, como Ulises en las Eólicas, no se dibujó la mínima sonrisa.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Farsa

Hay cosas que no cambian. En esta decadente sociedad del bienestar, ya con más vicios que virtudes, si hay un gesto que se repite entre el personal es el de torcer la cara. Es como cuando te cruzas con un conocido en tu pueblo y disimulas que no le ves. Pues algo así sucede en nuestra sociedad, especializada en mirar hacia otro lado. Creemos que la leche viene de los tetrabric y no de vacas que no hace muchos años eran el único modo de vida de familias enteras. Ni siquiera nos paramos a pensar que detrás de la comida precocinada que metemos en el microondas hay restos de una ternera a la que el matarife de turno le ha dado lo suyo antes de que el acabado del proceso industrial la etiquete. Pero no lo vemos y evitamos el sufrimiento. Miramos a otro lado, que es más rentable para el alma. ¿Qué les parece Afganistán? Los taliban atacan a diestro y siniestro a una columna de 25 blindados del ejército español y Carme Chacón define a los guerrilleros como “delincuentes comunes”. ¿Para qué llamar a las cosas por su nombre, no? Queda más bonito lo de misión humanitaria y mientras, los soldados que están allí recibiendo estopa por los talibán. Y es que en este país pasan algunas cosas que, visto lo visto, te dan argumentos para unirte a las cofradías de las flores de hippies que viven de las reminiscencias de Woodstock. Aunque entre los neohippies progres y los bienpensantes, me niego a elegir. Entre otras cosas porque un día te enteras de que los hijos de Rajoy y José Blanco van al mismo colegio, un elitista centro de enseñanza privado, claro. Y es que la extravagancia se ha instalado en nuestra vida y la aceptamos como si tal cosa. Debatimos de manera encendida entre la Campanario o la princesa del barrio de San Blas, Belén Esteban, y lo elevamos a cuestión de Estado mientras desde la OCDE nos ponen las orejas de burro. Vivimos en tiempos en los que entras en un hotel, te vas al ascensor y coincides con un tipo calvo, al que le cae una gota de sudor por la frente mientras el nudo wilson de la corbata le acogota el cuello. Cuando le preguntas a qué piso va, te responde que al octavo, aunque lo que te molesta es que se te queda mirando un rato hasta que al fin pregunta: ¿No somos amigos en el Facebook? Ahora hasta los amigos los elige una red social. Menuda farsa.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Tapas

La directora Isabel Coixet aseguraba recientemente, durante la promoción de Mapa de los sonidos de Tokio, su última película, que los españoles y los japoneses tienen en la pasión por la comida uno de sus temas preferidos de conversación. “En eso, Japón y España son iguales", asegura la realizadora. El otro tema de conversación favorito que dice Coixet que tenemos con los japoneses es el sexo, pero creo que aquí es más de boquilla que otra cosa, digo yo, porque en realidad se habla más del tiempo y de si la lluvia nos va a fastidiar el fin de semana. Pero es cierto que los españoles siempre estamos pensando en zampar. Nos pasamos la vida haciendo alusiones a comidas y lugares de los que no podemos olvidar un arroz con bogavante, un pote berciano o la salsa alioli. Aprovechamos cualquier tertulia con los compañeros de trabajo para soltar de pronto lo que vamos a cenar esta noche mientras nuestros estómagos comienzan a crujir. Supongo que Cervantes cuando navegaba a bordo de la galera que le llevó a jugarse el pescuezo ante los turcos, en más de un momento pensó cuánto le gustaría llevarse a la boca unos duelos y quebrantos, regados con generoso vino de la tierra. Pocas cosas han cambiado desde entonces, pese que la hamburguesa ha ganado terreno, el sushi reina en las fiestas más snobs y los cocineros llenan de sabores y combinaciones el universo gastronómico. Pero la tapa es lo que se lleva. Basta con ver a los Madrileños, Españoles o Lagarteranos por el mundo para comprobar cómo lo que más echan de menos los que viven a miles de kilómetros de su ciudad es una tapa. De Cotonou a Libreville, las Seychelles, Sidney o Lisboa lo que más añoran son las tapas, y “el jamoncito, el quesito...”, que no faltan en sus frigoríficos. Puestos a pedir, nada como los boquerones en vinagre con patatas fritas, las bravas del Luman o las cañas de crema de la pastelería de mi infancia en el barrio de Prosperidad. Así, suma y sigue, la lista de Delicatessen es tan larga que no hay ciudad o pueblo que presuma de ellas, con feria de tapas incluida. Ahora que descubrimos que España y Japón están unidos por la zampa sólo nos falta una primera dama cocinera, como en el país nipón. Aquí, se me ocurre, no estaría mal que la mujer de Ferrán Adriá llevara las riendas del país. España, al menos, estaría en su punto.