domingo, 25 de enero de 2009

Madrid 'file'

La pasada noche hasta que el edredón no me cubrió los ojos no me quedé tranquilo. Durante todo el día me sentí espiado. El acecho de las miradas ajenas me ha hecho cambiar de acera en varias ocasiones y caminar dando vueltas a la misma manzana. Sólo cuando he entrado en unos grandes almacenes me he sentido a salvo. Hace años leí en un manual de espías que había un método infalible para dar esquinazo a cualquier tipo que te siguiera los pasos. Dicho y hecho. Unos grandes almacenes y directo al departamento de lencería. Allí, ver deambular a dos tipos hechos y derechos, entre bragas, tangas y sujetadores canta más que la Traviata. Con la mosca detrás de la oreja, mejor que las dependientas piensen que eres un fetichista a dejar que los espías vulneren mi intimidad. Recuerdo que cuando era un niño jugaba con un vecino a malos y espías. Sí, malos y espías, porque los espías eran los buenos. Los dos queríamos ser espías, pero como James Bond, siempre rodeados de bellezones y el Aston Martin de turno. Nuestros informes se limitaban a apuntar la hora a la que llegaba el lechero o descifrar las claves ocultas de la lista de la compra de nuestras madres. Con los años, Bond dio paso entre mis preferencias a un espía más real, Harry Palmer, un agente británico de los de verdad que encarnó en la gran pantalla Michael Caine. Sarcástico, flemático, algo desobediente, intuitivo, con cierto toque criminal y lo más importante, cocinillas y tan miope como yo. No sé si Palmer, Samuel Spade, Marlowe o la condesa de Romanones llegaron a coincidir en Madrid, pero me da que no, que la capital de la villa y corte es más de la TIA de Mortadelo y Filemón, que de novela negra, con permiso de Pepe Carvalho y Toni Romano. Madrid es más de traiciones, conjuras y ajuste de cuentas que de microfilmes. Madrid no es ciudad de envenenamiento por polonio, en todo caso de bravas con laxante. Madrid es más de macarras, chulos de barrio, callejones oscuros y de distancias cortas, donde unos esgrimen florete de duelista académico y otros albaceteñas que van directas a hacer un ocho en el gaznate. Así las cosas, y para eliminar suspicacias en cuanto me levante me borro de Facebook. Prefiero no ser nadie a que me espíen.

domingo, 18 de enero de 2009

Primera página

Si hay algo que nunca he aguantado de esta profesión del periodismo son ni el onanismo profesional ni el corporativismo fácil. Si se preguntan a cuanto de qué viene una afirmación de estas características la respuesta es sencilla. La brillante y original gala de de entrega de premios a los Alcalaínos del Año, que nos trasladó en el túnel del tiempo a una redacción de los años 40 me ha puesto sentimental. Probablemente fruto de ese sentimentalismo caigo en la contradicción del onanismo, ese defecto de la profesión que tanto detesto. Al fin y cabo la vida es contradicción pura. La cosa es que mientras veía a los intrépidos y sagaces reporteros de la puesta en escena, que a ritmo de Charlie Parker, John Coltrane y otros grandes del jazz, descubrían al público las fórmulas de una profesión adictiva, me vino a la mente una de esas frases que se aprenden en la Facultad de Periodismo y que guardan un poso de amargura pero que molan: “No le digas a mi madre que soy periodista, la ingenua se cree que soy pianista en un club de alterne”. Y es que los periodistas tenemos nuestro gineceo particular, aunque cada vez está más necesitado de reinventarse. El periodismo nostálgico y canallesco, con juergas interminables en ambigús o tugurios de mala muerte, entre whiskys y cazallas, timbas y coqueteos con aspirantes de provincias a pin-up en las revistas del destape para hacer bueno el dicho de que uno es periodista las 24 horas del día ya ha pasado a mejor vida. Hoy es todo más aséptico y a duras penas se levanta el culo del asiento de la redacción. El fin del periodismo escrito está cerca, aunque se resiste a desaparecer pese a la presión inevitable de Internet, ese “refugio de cobardes”, como lo definía un veterano periodista fajado en la redacción del diario Pueblo, verdadera escuela de toda una generación. Para este veterano ‘juntaletras’ Internet es un sudoku pero no por ello ha perdido ni un ápice de su olfato períodistico. Tal vez por ello echo de menos verle entrar en la redacción gruñendo y clamando: “Levantad vuestro trasero y salid a la calle, que la noticia no os va a llamar por teléfono”.

domingo, 11 de enero de 2009

País de petardos

Este año los padres no han dado tanta pasta a sus hijos para que petardeen a su antojo por las calles de la ciudad. Al menos así me lo asegura una vecina de “esta nuestra comunidad” en la que vivo, que sabe de “muy buena tinta” que en este año de crisis no hay pasta ni para petardos ni casi para la paga semanal. Asegura que lo “ha dicho la tele”, y ya se sabe, lo que sale en la tele va a misa, con Rouco Varela o sin él. La cosa es que el petardeo está tan metido en nuestra cultura que tan acostumbrados al ruido como estamos nos llama la atención el silencio, o al menos que no se oiga la explosión de tantos petardos y tracas como las fiestas pasadas. ¡Qué cosa! Echamos de menos el ruido de los petardos y nos acordamos del pregonero, aquel que proclama aquello de “Se hace saber” para hacer cumplir unas ordenanzas municipales a las que casi nadie hace caso. En un país de ruido, de cáscaras de gambas en los baretos con ambiente adulterado de humo de faria y peste de anisete, de slalom entre excrementos caninos en las aceras, de campo abierto las 24 horas del día a las micciones en cualquier esquina o baños de exaltación masiva en las fuentes, que ahora persigan las travesuras de los petarderos me suena a chiste. Unos dirán que la presión policial surte efecto y se cerca a los gamberros del mechero y la dinamita de bolsillo de marca Acme, ya sea en forma de petardo o de cohete la del Coyote y Correcaminos. Claro, que 300 euros del ala de multa es para pensarse si se tira un petardo en plena calle Mayor en hora de máxima afluencia. Lo que me pregunto es qué pasaría si en vez de petardos se tirara harina a todo hijo de vecino, como sucede en IBI (Alicante) o Fuente el Fresno (Ciudad Real); o tomates como en Buñol (Valencia)... Conclusión: a los españoles nos va la traca. Lo malo es que esas ordenanzas municipales no se extiendan a otros petardos, en especial a esos que llenan los programas del corazón de cotilleos y chascarrillos. Todos los patiños, chelos y mariñas, por mucho que se llenen la boca hablando de fuentes y rigor informativo, demuestran cada día con la mecha que tienen que son tan petardos, o más, que los que los niños tiran en las calles antes de salir corriendo. Al fin y al cabo, vivimos en un país de petardos.

'Finisterre'

La gran nevada del pasado viernes es probablemente uno de los hechos más democráticos de los últimos tiempos. Además de hacer la pascua a todo hijo de vecino, sin distinción de ideología ni modelo de carro, pone de manifiesto la torpeza de los que manejan los hilos de los ciudadanos. Basta con echar un ojo a los periódicos, poner la oreja en el transistor o ver la tele por encima de las gafas para soportar las sonrojantes explicaciones de unos y otros, esos protagonistas del pim-pam-pum que aprovechan las desgracias para sacar tajada. Que si la culpa es de fulano, que si es de mengano, que si fallaron todos. Así nos va en un país de quijotes y sanchos, pero donde los que cortan el bacalao son Torrente o el Neng. Y es que mirar a otro lado se ha convertido en virtud porque aquí según parece, nadie, salvo unos estratos y el mercurio bajo cero, tiene la culpa de nada. Pero las isobaras no engañan y mira por dónde si tengo que creer a alguien, sin duda que lo hago en los herederos de Mariano Medina, los Roberto Brasero o Mario Picazo de la vida, ¡mira por dónde! En una semana en la que el debate se centraba en el traje de la ministra Carme Chacón, mientras crece la lista de trabajadores en la nómina del Inem, vino una caprichosa borrasca con frío polar para hacer de las suyas. A la hora de crear el caos en calles, autovías y el aeropuerto nada mejor que una copiosa nevada para que la España de Berlanga se venga arriba. Es lo bueno o lo malo que tiene este país, que cada uno va a lo suyo y mientras se vela al muerto se cuentan chistes. La pesadilla de los conductores atrapados en las carreteras, que en algunos casos mataron las largas horas de atasco contando los pingüinos que iban a vacilarles saltando los guardarrailes, o de las decenas de pasajeros tirados en el aeropuerto esperando un vuelo en lista de espera aquí importan un bledo. Si las cosas serias como la Justicia ofrecen cada semana espectáculos cercanos al esperpento, cómo no tomarse a chascarrillo un caos debido a la nieve. Así las cosas, lo único que deseo es que al menos el próximo finisterre invernal me pille en un buen bar, entre montados de morcilla, Miguelitos de La Roda, un consomé bien caliente o lo que sea.

domingo, 4 de enero de 2009

Noche mágica

Un amigo asegura que todas las ciudades tienen un secreto. Desde Madrid a Moscú, pasando por Alcalá, Nueva York o La Habana yo también creo que cada ciudad oculta algo. No tiene que ser siempre ni algo siniestro, ni siquiera turbio, pero algo hay, hechizo o lo que sea. Muchas veces los ciudadanos sobreviven en su ciudad negando la mayor, mirando hacia fuera para tapar las vergüenzas, como ocurría en ese pequeño pueblo llamado Sleepy Hollow, cercano a Nueva York, cuento llevado a la gran pantalla por el siempre original Tim Burton y en el que Johnny Deep investigaba una serie de crímenes, tratando de dar coherencia a la leyenda del jinete sin cabeza. Más amable, pero como símbolo de identidad de una sociedad es lo que sucedía en esa visión del Dublín de principios del siglo XX, que James Joyce reflejó con toda su ironía y destellos de añoranza en Dublineses. Ejemplos que se podían suceder con decenas de ellos, de escritores vinculados a ciudades, como la Barcelona de Eduardo Mendoza, el París de Víctor Hugo o el Nueva York de Paul Auster o John Dos Passos y tantos otros. En definitiva, las ciudades tienen vida propia, una identidad colectiva que probablemente se hace y transmite desde de la infancia, pero que marca la vida cotidiana de sus ciudadanos entre sus alegrías y sus miserias, sus costumbres y sus rarezas. Hay ciudades oscuras y hay ciudades de la luz, pero todas las urbes tienen en común ser el lugar donde conviven millares de pensamientos, deseos, traumas, alegrías, gestos anónimos, etc. La vida en todo su esplendor, en definitiva. Y ese esplendor nace de noches como la de Reyes Magos, la más mágica en todo el año y que sirve para hacernos a todos más humildes y renovar la esperanza y la ilusión, algo que en tiempos de entrega al mercantilismo y el mercadeo puro y duro resulta cada vez más difícil. Los Reyes Magos están estrechamente arraigados a las ciudades y pueblos de España y con ellos cada año se renueva un misterio cargado de magia. Esta noche, la escena se va a repetir en multitud de hogares. Ojalá que el secreto de los Reyes Magos perdure para siempre.