La Gran Vía siempre ha tenido para mí más de broad que de way. Será porque la veo como ejemplo de modernidad y de majestuosidad, que esconde grandes miserias solapadas en la multitud. Es un escaparate y una trastienda. Como calle es de las que es mejor evitar cuando se circula en coche. La mejor manera es vivirla en toda su intensidad, con los cinco sentidos y sin perder ripio de lo que pasa. Todavía, cuando paseo por allí, tengo la esperanza de convertirme en funambulista y subir hasta la cúspide del edificio de la Torre de Madrid en un alambre invisible emulando a aquellos increíbles Bordini. Ahora que el faraón Gallardón aprovecha el centenario de la Gran Vía para reescribir la copla de Agustín Lara, las chulapas ya no regalan claveles, los estraperlistas no duermen en pensiones baratas, no hay cartillas de racionamiento y las sedientas chicas de alterne que frecuentaban Chicote ya no preguntan si “quieres pasarlo bien”. En la calle Ballesta o la plaza de los cines Luna se instala ahora el glamour, pero algunos siguen montando a caballo, otros hacen del cartón su colchón y los rijosos y desaliñados de turno no quitan el ojo a mujeres que se ganan la vida en medio de la sordidez. Territorio comanche, al fin y al cabo, con diseño o sin él. La Gran Vía es bipolar, combina lujo y miserias; vanguardia y antigüedad; tristeza y esperanza; rolex y navajas; cócteles y jeringuillas, ... pero todo es a lo grande. La Gran Vía es tan universal y personal como uno quiera. Hace algun tiempo coincidí fuera de Madrid con uno de esos tipos curiosos que nunca pasan inadvertidos. Entre vino y vino me confesó que sólo había salido dos veces de su pueblo. Una fue para hacer la mili en Sidi Ifni, a principios de los sesenta, y la otra para viajar a la gran capital y conocer la Gran Vía. Allí, como tantos otros, dejó de ser forastero, bailó en el Pasapoga y vio películas de estreno en el cine Rex o el Azul. Desde entonces, en cuanto se pimpla un poco rememora su viaje a Madrid al incauto de turno que pilla por sorpresa. Pero como yo soy de los que creen que aunque uno salga del pueblo, el pueblo nunca sale de ti, cuando pisé Broadway, el de verdad, el de Nueva York, me di cuenta de que la Gran Vía es más broad que way. Miré y rebusqué por todas partes y no encontré más que carteles de musicales. Pero de ese templo de la suntuosidad y el lujo con aspiración burguesa que se llamó Pasapoga, en un bajo de la plaza de Callao, no encontré ni la sombra.
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