domingo, 14 de marzo de 2010
Charcos
Soy incapaz de pensar antes de tomar el café matinal. Pero después de la dosis apropiada de cafeína si hay algo que tengo claro es que en este país sobran charcos y faltan besos. No es que no se bese, pero antes los besos eran a escondidas, tras pedir cita. Casi había que robarlos. Ahora se deja este mecanismo químico de la atracción para mejor momento con cualquier excusa. Durante la censura los besos de película eran tan ñoños que no pasaban de un roce bucal. O mejor dicho, labial. Menos mal que la mojigatería no impidió que disfrutáramos con besos como el que le da Katherine Hepburn, con dos copas de más, a James Stewart en Historias de Filadelfia o el morreo de últimas voluntades que se propinaron Jennifer Jones y Gregory Peck en Duelo al sol. Sí que eran besos de película… pero ahora ya no se llevan ni los piquitos. Lo que abundan son los charcos. Y de esa mezcla de agua y barro también se podría hacer una lista. Los hay de todo tipo. Todo depende, en principio, del diámetro y la profundidad, así como de la capacidad que uno tenga para esquivarlos. Aunque hay quien prefiere no hacer rodeos y pisarlos con manolos de tacón de aguja o deportivas en lugar de katiuskas. Y si es posible, hasta el fondo. La cuestión es que en este país nos va meternos en charcos y, últimamente, hasta presumir de valientes por decir lo que nadie se atreve a pronunciar, aunque haya que salpicar a diestro y siniestro. Aquí, un obispo, el de Alcalá, le lee la cartilla al Rey porque “coopera de manera remota con el Mal” al sancionar la Ley del aborto; Rosa Díez excita a Galicia, en el término más peyorativo de la palabra, eso sí; y Willy Toledo la lía parda por defender un régimen anacrónico como el de Cuba por sus reminiscencias revolucionarias. Son tres ejemplos de una época acomplejada, que confunde las sandeces con heroicidad. Sólo sirven para que editorialistas y tertulianos rindan pleitesía a sus prestamistas, de manera que unas veces certifican la existencia de Dios y al día después se enrollan con la bandera tricolor. Estas salidas de tono, los charcos, se magnifican a través de los medios de comunicación pero lo que nunca hay que olvidar es que aquí se pueden pisar en libertad y sin censura. En otros sitios y épocas, no. Ni se podía besar. No me quedan muchas líneas para acabar la columna, pero no quiero cerrarla sin decir que prefiero un buen beso a calarme los zapatos.
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