viernes, 19 de marzo de 2010

El vendedor de historias

Cuando acaban las Fallas siempre siento la misma añoranza de las fiestas del pueblo. No me las perdía ni un sólo año. Deseaba que nunca se acabaran. Pero el fuego que consume las Fallas de la misma manera que un temporal dobla los tendidos eléctricos en Cataluña siempre se apaga. La cosa es que las fiestas del pueblo marcaban el final y el principio de mi adolescencia, de un nuevo curso y otros mundos hacia los que mirar. La noche final siempre me quedaba un buen rato con los amigos de la pandilla deambulando por el parque cuando la última nota de la orquesta de turno ya ni se oía. Así todos los años. Recuerdo una vez en la que en estas fiestas una de las atracciones era un vendedor de historias. No predecía el futuro, tampoco echaba las cartas ni miraba en bolas de cristal. Carecía de don alguno, simplemente era capaz de montar una coartada o inventar historias para salir de cualquier apuro con la cabeza bien alta. Uno de mis colegas fue el que le descubrió. El vendedor de historias montaba su chiringo entre el salón de tiro y los coches de choque. Con su caravana iba de feria en feria vendiendo historias, arreglando la vida de los demás, por unas pesetillas. A mi amigo le solucionó la papeleta por un desliz amoroso. Vamos, que la novia le vio con otro y le plantó. Pero el vendedor de historias consiguió que las cosas parecieran distintas y confeccionó la coartada perfecta. Ambos arreglaron su amor de verano. Un amor que duró eso, unas cartas y lo que tarda en llegar el otoño. En mi caso acudí a él porque quería comprarle excusas variadas. La que más me interesaba era conseguir saltarme las clases los viernes por la tarde. Seguí sus indicaciones y la cosa funcionó hasta el punto de que pude ver la película Quadrophenia en el extinto cine Covadonga, el Covacha, tantos viernes por la tarde como quise. El vendedor de historias era un hombre de pocas palabras. Iba al grano. Apuntaba en una libreta lo que le solicitaba, pensaba un rato y luego decía lo que tenía que hacer. Un día me aclaró que sólo vendía historias que solucionaban problemas, no contaba historias, “eso era para otros”. Cada año le compraba alguna hasta que un día no volvió a aparecer más por las fiestas del pueblo. Desde entonces pregunto a los feriantes y a la gente si saben algo de aquel hombre. Todos me cuentan muchas historias, algunas descabelladas, pero a la hora de la verdad nadie sabe dónde dejó su caravana. Sólo me cuentan historias, igual que ahora.

No hay comentarios:

Publicar un comentario