domingo, 28 de marzo de 2010

Pederastia clerical

Escribir una columna permite ajustar cuentas con la realidad. Es una manera de poner las cosas en su sitio, que los recuerdos y las opiniones se doblen como la ropa en el cajón de un armario. Un día abres estos cajones, lees las columnas y refrescas ese curioso mecanismo que es la memoria. La opinión que aparece en esas líneas forma parte del ADN ideológico, es el pensamiento en negro sobre blanco. No creo que se pueda vivir sin recuerdos, aunque ahora parece que borrar los reveses de la vida, el dolor y hasta los delitos será posible. Un grupo de científicos de la Universidad de Nueva York está convencido de que se pueden eliminar los malos recuerdos antes de almacenarlos en la memoria. Es lo que faltaba en esta sociedad del bienestar en la que siempre creemos que el sufrimiento es de los otros, en la que nos atemorizan con milongas del fin del mundo por pandemias como la Gripe A y en la que seguimos comiendo mientras en el telediario nos cuentan con todo lujo de detalles cómo un mercado de Bagdad ha reventado por un bombazo. Si se llegase a dispensar esta pastilla de la amnesia en el futuro, como si fuera paracetamol o viagra, más de uno sacaría provecho. Con alzacuellos o sin él. Borrar los recuerdos es dar un paso más para vivir en la mentira e incluso en el delito; es como separar el Bien y el Mal a gusto del consumidor. Una expiación química en toda regla. Por desgracia, ambos existen y la Iglesia lo sabe bien, lo mismo que la basura que han tapado de puertas adentro. El Papa Benedicto XVI carga con la pesada cruz de la pederastia y los abusos sexuales cometidos por muchos sacerdotes católicos. Ha dado pasos importantes, como la carta pastoral en la que pedía perdón por los abusos cometidos con menores en Irlanda o el mea culpa en el Ángelus dominical. Pero no es suficiente. Ya no es cuestión de lavar los trapos sucios en casa ni conformarse con decir que “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. El Papa está viviendo su calvario particular con el incesante goteo de casos, pero es una buena oportunidad para que la Iglesia actúe con firmeza. Su credibilidad está en juego. Lo malo es que hay personas que jamás podrán olvidar los abusos que sufrieron por parte de curas indignos. Sólo pueden aprender a vivir con ello.

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