lunes, 5 de mayo de 2008
Leopoldo Calvo Sotelo. El hombre de la retranca
"Me acuso, en fin, de ser en el buen sentido de la palabra, bueno; y no un hombre al uso que sabe su doctrina, porque no sé ninguna; y también de haber sentido el asco de la greña jacobina". Con estas palabras a lo Emile Zola cerraba Leopoldo Calvo-Sotelo, ex presidente del Gobierno, un libro titulado Memoria viva de la transición. Este documento de incalculable valor político debería ser ahora libro de cabecera de muchos aspirantes que se sirven de la política y para muchos que creen que cada veinte años hay que revisar las estructuras básicas del Estado minimizando lo que fue ese periodo denominado la Transición. Leopoldo Calvo-Sotelo, Marqués de la Ría de Ribadeo, suarista convencido, fue un servidor público (tres ministerios, una vicepresidencia y presidente del Gobierno), con un profundo sentido de Estado que poco o nada tiene que ver con las ocurrencias de la España plural que algunos pregonan. Calvo-Sotelo era un hombre de una extraordinaria cultura, un gran intelectual, de encomiable agudeza crítica, ironía y socarronería, que los que tuvieron la ocasión de conocerle, no sólo lo sabían, sino que lo disfrutaban. Admirado como ninguno por el papel que le tocó desempeñar en las horas más tristes de la democracia, en el 23-F, también tuvo que llevar las riendas del país sin partido, con una UCD que él mismo definió como "un gobierno pirandelliano en busca de partido”. Lidió contra la mayoría natural aquélla teoría que se hizo fuerte en 1982, según la cual una mayoría de electores deberían apoyar en las urnas una coalición en las urnas entre AP y UCD. Y además, vio como UCD murió de transfuguismo con los sonados cambios de chaqueta de Francisco Fernández Ordóñez o de Miguel Herrero de Miñón, el primero con sastre del PSOE y el segundo, de AP. Pero Leopoldo Calvo Sotelo era una persona leal, tal y como demostró aceptando la sucesión de un Adolfo Suárez, abrumado por años de responsabilidad, en los que no faltaron duras críticas, ni deslealtades políticas, en medio de una profunda crisis económica. Pero su lealtad y personal es bien conocida en Ribadeo, villa gallega en la que estudió en su juventud, por cierto en un instituto público, "frente a los teóricos socialistas de la enseñanza pública que han ido a colegios de pago y van aún sus hijos", como él escribió. Y es que su vinculación con Ribadeo es tan estrecha que para muchos va a ser difícil no volverle a ver paseando por sus calles, siempre en compañía de su esposa, Pilar Ibáñez Martín. Todavía hay quien le recuerda circulando por las calles de la villa gallega en una motocicleta. -"¿Pero, ése que va ahí en la vespino no fue presidente del Gobierno?", recuerdo que comentó un sorprendido turista hace años ante tan inusual imagen. Leopoldo o Poldito, como algunos le llamaban, era así. Siempre abierto a sus paisanos, no había favor que tratara de cumplir, y cualquier cosa que le pidieran, él trataba de conseguirla, por nimia que fuera. Fue un verdadero ejemplo de cómo se puede pasar por la vida pública, desempeñando los más altos cargos, y no contagiarse de las ansias de poder ni de riqueza. Su vida privada era tal vez el mejor ejemplo y Ribadeo, con su casa de toda la vida, así lo atestiguaba. Por eso será enterrado allí. Alcalde honorario de esta villa gallega, uno de los cargos que más ilusión le hacían junto al marquesado que le otorgó el rey, Calvo Sotelo tenía una pasión: el mar. Navegar el viento del nordeste en embarcaciones de vela latina dejándose llevar por las aguas de la Ría de Ribadeo, y entre las costas asturianas y gallegas, es una afición que transmitió a sus hijos. Siendo así no podía ser de otra manera que durante un verano en su etapa de presidente del Gobierno, los Reyes de España, llegaron por mar, a bordo del Fortuna, a Ribadeo para visitar a Calvo Sotelo y a su familia. Leopoldo Calvo Sotelo, monárquico convencido, siempre supo que don Juan Carlos I se ganó el trono a pulso la noche del 23-F revalidando su legitimidad. Muchos de los que conocieron a Calvo Sotelo saben que tuvo la mala suerte, o tal vez desde su retranca gallega mascada en la juventud, sería mejor decir la buena suerte de haber paseado por la cuerda del equilibrista en una de las etapas más difíciles y apasionantes de la democracia española.
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