Esta semana me lo han
preguntado tres veces. Ha sido en situaciones distintas, en conversaciones
intrascendentes y con gente diversa. Me ha sorprendido, lo admito. Por ello,
para que no me lo pregunten más voy a hacer de tripas corazón en este blog y confieso
que estaba en un autobús. No lo vi en directo, me perdí la cita con la historia
del fútbol español.
¿Dónde estabas cuando
España ganó el Mundial? Es la cuestión de la semana, la que me ha obligado a
hacer un esfuerzo de memoria pero sin tener que recurrir a la ayudita extra de
una pastilla de Dememori. Todo venía
a cuento del bolo que la selección española de fútbol disputó recientemente en
el Soccer City de Johannesburgo, donde el 11 de julio de 2010 ganamos (sí, en plural) el primer
Mundial. Nada como una efeméride o la vuelta al lugar de los hechos para poner
a prueba la capacidad de la memoria colectiva. Y no se crean que es fácil
porque uno preferiría esforzar la memoria para recordar el futuro más que para escudriñar en el pasado. Claro que
lo primero es imposible para un ser humano y lo otro es de obligado
cumplimiento, siempre y cuando las neuronas estén en su sitio y se posea una
capacidad de memoria de nivel medio.
Así que no pude ver más que
los primeros minutos del partido frente a Holanda en el televisor. Los himnos,
el saque y el primer tanteo entre los equipos. Poco más. Me esperaba el asiento
de un bus. Esa noche viajaba en un ALSA de Ribadeo a Madrid, unas diez horas de
viaje en travesía nocturna desde el norte de España. Fue curioso este viaje.
Ahora es cuando más lamento no haber hecho ninguna foto del interior de ese
autobús en el que, cómo no, todos los viajeros teníamos las orejas puestas en
Sudáfrica. Dos mujeres que iban sentadas en la parte trasera lucían la camiseta
española y la radio nos hacía de las suyas para seguir el partido por las
dificultades orográficas, supongo yo.
La cosa es que entre
montañas y valles, por la N-640
había momentos en los que sintonizar la radio era una misión imposible. Tras
pasar A Pontenova el partido llegaba a su fin. Creo que era la prórroga cuando
en medio de las curvas que dibujan esa carretera Iniesta marcó el histórico
gol. Poco después finalizaba el partido y en el autobús lo celebramos como si
nos conociéramos de toda vida, como si fuerámos de una peña de colegas en un
viaje de fin de curso. Pero no nos conocíamos de nada. Y allí estábamos, tan
felices.
Unos kilómetros después el
autobús llegó a Meira, donde todo el pueblo se había echado a la calle para
celebrar el triunfo de España en el Mundial de Sudáfrica. Los pitidos de
satisfacción del conductor se mezclaban con los gritos eufóricos de la gente,
que coreaba sin cesar las proclamas futboleras (de rimas fáciles pero
efectivas) mientras los fuegos artificiales dibujaban figuras en el cielo y los
petardos rebasaban los niveles tolerables de ruido. En Lugo la escena, probablemente
con más grados de alcohol en el cuerpo de la gente, la escena de felicidad
colectiva se repitió. Hasta tal punto que el autobús tardó lo suyo en llegar a
la estación de autobuses e incluso tuvo que variar el trayecto. ¿Pero saben qué
les digo? A nadie dentro de ese bus le importó un carajo el retraso ni circular
por Lugo a velocidad de caracol. En medio del fiestorro en las calles nos
sentíamos como campeones. Sólo por una noche, por unas horas, pero campeones al
fin y al cabo.
Para una generación como la
mía, que creció con héroes solitarios del deporte hechos a sí mismo y con el
convencimiento de que un equipo español nunca iba a superar a las grandes
potencias esa noche de julio de 2010 fue especial. Una final del Mundial y frente a Holanda.
Casi nada. Siempre me atrajo el fútbol holandés en sus selecciones. Será que la
primera imagen futbolera que tengo es la de la final del Mundial de Alemania.
Tenía ocho años pero todavía recuerdo la impresión que me causaron Holanda y Alemania.
Podría recitar los nombres de más de una docena de jugadores de ambos equipos
(Cruyff, Neeskens, Jongblond, Maier, Breitner, Muller, Beckenbauer…). Y mira por
donde ahora desconozco a muchos de los que lleva Del Bosque… Claro, que los
niños ven las cosas de otra manera. Aquello era el fútbol total. Probablemente
no existe mejor expresión para calificar la apuesta futbolística de los
holandeses, aunque los alemanes fiels a su eterna eficacia se llevaron el título. Reconozco que en aquel
1974 me apenó la derrota de los orange en el estadio olímpico de Munich aunque
tuve conciencia por primera vez de haber visto algo grande en la tele.
Mientras iba recostado en el
asiento del bus, feliz por el triunfo español y deseando ver el golazo de
Iniesta también volví la mirada a mi infancia. Recordé aquella final del 74 y que con ocho
años lo que más ilusión me hacía era bajar al descampado que había al lado de
casa a darle unas patadas al balón mientras me imaginaba que era uno de los elegidos
que disputaba la final del Munich. La noche del 11 de julio de 2010 volví al
descampado. Fue en sueños y recostado en un asiento de autobús. Moló ese viaje.