Entre la perplejidad y la
ternura debe existir una palabra apropiada. A la búsqueda del término que
defina ese estado de ánimo me lleva la posibilidad de que los Dos Rombos vuelvan a la tele. Por
ahora, lo que sabemos es que el Gobierno estudia la posibilidad de implantar un
sistema para advertir de los contenidos audivisuales. No negaré que recuerdo esos puñeteros rombos con
cierta añoranza, en especial por lo que tenían de estimulantes. Cuando salían
en la parte superior de la pantalla uno intuía que había más mundos, un más
allá del que no nos hablaban ni aparecía en los libros de texto. Y eran mundos fascinantes…
Recuerdo los Dos Rombos como la primera atracción de
mi vida hacia lo prohibido. Ahora con la vista atrás uno se da cuenta de las
tonterías que usaban bajo el pretexto de protegernos desde las autoridad moral
del Estado. En aquella sociedad mojigata donde querían que fuéramos como La familia Telerín, ejemplo moral de la
época, los Dos Rombos eran una
invitación en bandeja, aunque subliminal, a la rebeldía infantil y juvenil. Hubo
una etapa en el colegio en la que era habitual que algún avispado compañero de
clase explicara emocionado que había visto una película o serie con Dos Rombos; es decir, prohibida para
menores de 18 años. Era el héroe de la clase. Los demás, una vez despejadas las
dudas entre el bien y el mal, queríamos imitarle La señal de un rombo que
vetaba a los menores de 14 años era el primer paso. El premio gordo para ser
alguien en clase eran los Dos Rombos.
“¡Niños, a la cama, que esta
película es para mayores!”, era una orden de mando nocturna muy común en los
hogares españoles en aquellos tiempos de una sola televisión, un UHF en
precario y donde al prime time ni se
le esperaba. Sin embargo, esa advertencia no impidió a los chavales de varias
generaciones ver a hurtadillas, escondidos junto a un sofá o bajo el quicio de
la puerta del salón a Falconetti, el malo malísimo de Hombre rico, hombre pobre; el drama de Kunta Kinte en Raíces en su lucha por la libertad; o, ya hilando muy fino, Yo, Claudio, una serie que tuve que
revisar años después porque en esa primera vez me atrajo más la tentación del mundo de los Dos Rombos que la dramática historia de
ese emperador tartamudo.
Recuerdo cómo en aquellos
tiempos, las azafatas del Un, dos, tres…
Responda otra vez nos volvían locos a los alumnos de los colegios de curas
(entonces se llevaba eso que ahora llaman educación diferenciada y que nos
sirvió para desarrollar el ingenio…). La imagen de esas azafatas de largas
piernas, botas, cortos vestidos y gafas era lo más cercano a un frenesí con una
chica en la preadolescencia que nos podíamos imaginar. Al menos, con este
famoso programa nuestros padres abrían la mano, no sé si porque era viernes o
por el contenido cultural de un concurso basado en preguntas, pero podíamos
sentarnos ante el televisor sin necesidad de esconderse. La verdad es que
tampoco recuerdo si tenía o no algún rombo…
La perplejidad la produce el
hecho de que aquellos años donde existía la censura ahora parecen lejanos. Sin
embargo, están a la vuelta de la esquina. No se trata de equiparar la censura
con los rombos. Son cosas distintas y elementos de un pasado que me ha tocado
vivir. Sin embargo, me causa cierta perplejidad que en plena era digital, donde
ponerle barreras a Internet es imposible, se pretenda recuperar un sistema que
todavía permanece en el imaginario colectivo de varias generaciones. Los
tiempos han cambiado y los niños de hoy poco o nada tienen que ver con los que
crecieron viendo a Los hermanos
Malasombra o Tres, dos, uno… ¡contacto! (entre otras cosas porque los
programas infantiles escasean en las
pantallas y por las tardes ni existen). Ahora un niño se entretiene y pasa más
horas delante de su tablet que frente al televisor. No digo que sea bueno ni
malo. Lo desconozco. Es lo que hay y es el precio que tiene vivir en la era
tecnológica, la de las pantallas táctiles, las conexiones 4G, las redes
sociales y todo eso. Simplemente, los niños de hoy crecen con la tecnología de
manera natural.
Si me lo permiten discrepo
de la idea de que la buena educación de un niño o de un púber adolescente sea
mejor o peor por implantar de nuevo un sistema con reminiscencias del pasado
para advertir de los contenidos audiovisuales. Sinceramente no le veo utilidad.
Aunque como me pongo tierno al recordar la infancia y sigo sin encontrar la
palabra justa entre ternura y perplejidad, tal vez no sea una mala idea la de
recuperar los Dos Rombos. Igual
sirven para frenar la barra libre de telebasura
como el Sálvame de turno. Claro, que tampoco estaría mal que cada
telediario o tertulia política advirtiera de sus contenidos con Dos rombos porque las noticias de este
país hace tiempo que dejaron de ser aptas para menores de 18 años.
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