sábado, 4 de agosto de 2007

Proceso c-41

PROCESO C-41

Elías Veiga estaba sentado junto al ventanal del Café Español, un establecimiento que seguía en el mismo lugar de su niñez, poco parecido con aquel que vieron sus ojos mozos. A pesar de los 46 años que había estado ausente de su pueblo natal, no había pasado un solo día sin recordar los rincones y rúas de una villa y una comarca presidida por la imponente ría en la que transcurrieron los años más felices de su vida.
Ribadeo estaba hirviendo, viviendo en todo su esplendor el inicio de las Fiestas Patronales, y Elías, que la noche anterior había regresado al pueblo que le vio nacer en 1.940, en el primer piso de una vetusta casa situada en la Fontenova y que ya no existía, no podía dejar de sentir la ilusión ni dejar de escuchar los latidos acelerados de su corazón, ante la inquietud que le proporcionaba el hecho de haber estado 46 años sin pisar su tierra, sin respirar el olor de la infancia que le acompañaba durante toda su vida y que era incapaz de olvidar en la profundidad de su cerebro. Todo ese cúmulo de sensaciones le hacían sentirse extraño en su pueblo, pero a la vez acogido como el hijo pródigo que como el peregrino, purga su cuerpo y su mente a lo largo del tortuoso Camino de Santiago hasta que al final obtiene la recompensa final abrazando al Santo. Ese era, precisamente, otro de los motivos que le habían traído a Galicia durante el Año Santo Compostelano, el último del siglo, para abrazar la figura del Santo en una ciudad, Santiago de Compostela, conocida también como La rosa de piedra porque nació alrededor de una tumba, fruto de la ensoñación colectiva. Pero eso ocurriría después de conseguir lo que había venido a buscar a Ribadeo.
Mientras saboreaba un delicioso café con espuma, vino a su memoria el aroma de la primera taza que un día le dio a probar Juanín, cuando apenas tenía 13 años de edad. Aquellos eran tiempos duros, de escasez, pero aquel sabor lo relacionaba con lo prohibido porque en esos años todavía de posguerra la achicoria era la bebida estimulante más extendida, mientras que el café era un producto difícil de encontrar y casi de lujo para unos pocos afortunados.
La melodía de las gaitas, acompañada por la explosión de unas bombas de palenque que anunciaban la salida de los gigantes y cabezudos devolvió a la realidad a Elías, que pidió la cuenta al joven camarero del Café Español. A continuación, cogió la bolsa en la que llevaba la cámara de fotos, se levantó y salió a la calle para inmortalizar a través de las lentes del objetivo de su cámara a las tradicionales figuras del coco y la coca. La última vez que los vio fue en el año 1953, durante las patronales de ese año. Tan altos, tan intimidatorios e incluso arrogantes, pero con el mismo misterio de entonces, Elías se convirtió, por esos procesos que sólo la mente y los recuerdos se pueden permitir, en uno de esos niños que con pantalones cortos seguían a esos enigmáticos seres que subían por la calle de Villafranca del Bierzo en su camino hacia el Cantón de los Moreno.
Unos meses antes de aquellas fiestas del año 53, los padres de Elías habían fallecido y sus tíos, sus únicos familiares, que habían emigrado a Montevideo para ganarse la vida lejos de su casa como muchos cientos de gallegos y asturianos de la comarca del Eo y sus alrededores, arreglaron todo lo necesario para que el pequeño Elías y su hermano fueran a Uruguay con la intención de cuidarles y darles una oportunidad de llevar a cabo una nueva vida.
De esta manera, Elías y su hermano, Armando, abandonaron Ribadeo el 10 de septiembre con una pequeña y vieja maleta de cuero como único equipaje, subidos en un viejo autobús Saurer de la Línea a Lugo y más tarde, desde la ciudad amurallada, en un Leyland, en el que Porto, el interventor del vehículo, cuidaría de ellos a lo largo de todo el viaje hasta su destino en Vigo. En la ciudad olívica embarcaron con billete de tercera -lo que les daba derecho a una minúscula litera en una de las bodegas del barco- en el Highland Princess, de la Compañía Mala Real Inglesa. La travesía duró una veintena de días y antes de llegar a Montevideo, junto al imponente Río de la Plata, penúltima escala del buque británico que se distinguía por la llamativa vieira estampada en una de sus chimeneas, Elías mezclaba recuerdos con pensamientos de curiosidad e incluso temor por el futuro inminente. Ya no era un niño y la vida le había enseñado a afrontar los golpes de la manera más realista, enfrentándose a ellos cara a cara. Pero en esta ocasión compartía sentimientos con el resto del pasaje, integrado por varios centenares de emigrantes, en su mayor parte gallegos y asturianos, que abandonaban lo que más querían, o al menos lo único que habían conocido, para enfrentarse a la vida lejos de la añorada tierra que un día les vio nacer. Todos sentían un profundo lamento en su interior que les hacía rememorar su vida pasada, incluso los peores momentos de hambruna, frío y desesperanza de algunos de ellos.
Desde muy joven, Elías se ganó la vida trabajando en uno y otro sitio de la ciudad, haciendo de todo un poco, mientras su hermano Armando terminó embarcándose como marinero en un carguero. Sin embargo, su tío no tardó en emplearle como mozo en el establecimiento que poseía en la capital uruguaya, Casa El Bombacho, una tienda de pañería y confecciones en la que fue adquiriendo la experiencia y la confianza necesaria para con el paso de los años convertirse en el gerente, sustituyendo a su tío. ¡Cuántas veces había dejado volar su mente a lo largo de las horas que pasaba entre los mostradores y las telas! En sus pensamientos aparecían las cuestas de las calles de Porcillán, la vieja Aduana, la Casa del Patín, la playa de Cabanela, la caprichosa imagen de Pena Furada, la señorial entrada a la villa por la calle San Roque, el verano y el tedioso y oscuro invierno... Eran tantas cosas que no lo había olvidado a pesar del paso de los años.
Pero los sueños, antes o después se cumplen, y tras seguir los pasos de los gigantes se detuvo en el Cantón donde los más pequeños participaban en toda clase de juegos. Como había hecho otras veces, acercó la mirilla de cámara a su ojo derecho, pensó en lo que más quería y pulso con suavidad el disparador de su silenciosa y precisa reflex, de la que apenas se podía escuchar de modo sigiloso un preciso click. Una vez más había conseguido lo que el ser humano anhela desde que habita la Tierra: controlar el tiempo a su modo y antojo, detenerlo.
Había tanta gente y habían transcurrido tantos años que Elías no pudo reconocer a los que fueron algunos de sus amigos de la infancia. Unos habían muerto y otros habían cambiado tanto que ahora eran casi irreconocibles. Además, la emoción le impedía fijarse en la multitud concentrado en rememorar la infancia de aquel niño enclenque y algo delgaducho que participaba como todos los niños de su edad en las cucañas o en las regatas de chalanas que durante las Fiestas se organizaban en Porcillán. Ahora no había nada de eso, pero los chavales competían en carreras de sacos o jugando al pañuelo.
Al día siguiente, celebración del Día Grande en honor de la Patrona de la Villa, Santa María del Campo, Elías salió del Parador para asistir a la solemne Misa cantada por la Coral Polifónica de Ribadeo. Entre los bancos le pareció distinguir a algún conocido pero al final de la celebración evitó hablar con ellos. Su tiempo había pasado, ahora sólo estaba en Ribadeo para capturar el tiempo de los años borrados pero no para recuperarlo. Eran dos cosas muy distintas que él había aprendido a distinguir a la perfección. No quería remover el pasado, ni volver a nacer, ni dar rienda suelta a sensiblerías que no llevan nada más que a la nostalgia. Había regresado a su tierra natal, a su pueblo, su villa, con sus gentes, y solo pretendía estar en la otras cara de la moneda, la del jugador que tiene las cartas marcadas. Además, Ribadeo había cambiado tanto que ya ni siquiera estaba en pie la casa en la que nació y vivió en la Fontenova, hasta que tuvo que emigrar a Uruguay.
Elías no se perdió ni uno de los actos programados en el Día Grande y de todos ellos repitió el proceso con su vieja cámara de fotos. De la procesión, del concierto de la Banda Municipal, de las atracciones de feria situadas en el parque, y hasta de las verbenas nocturnas en las que las canciones de hoy se mezclaban con las de ayer, temas inolvidables que le ponían el corazón en un puño. Elías y su cámara eran inseparables.
La afición a la fotografía comenzó varios años atrás cuando un marinero polaco de Gdansk llamado Andrei, que había navegado con su hermano Armando, le regaló la cámara, su bien más preciado, por lo bien que Elías se había portado con él. Se conocieron en un bar de Montevideo cuando entablaron una conversación a duras penas porque el marinero apenas farfullaba unas cuantas palabras en español, en las que le explicó su pobre situación. Su ropa, por decirlo de alguna manera, estaba hecha trizas, llena de jirones y remiendos, además apenas tenía dinero para pagar sus copas, lo que llevó a Elías no sólo a invitarle sino a regalarle varias prendas pese a la negativa del polaco, que al final terminó aceptando.
Consciente de la falta de dinero del marinero Elías sólo le pidió que si alguna vez volvía a hacer escala en Montevideo que no dudara en buscarle para tomar otras copas. Siete meses después el marinero regresó y trató de pagar su deuda a lo que Elías se negó recordándole que había sido un regalo. Por ello, el marinero decidió agradecerle lo que había hecho por él obsequiándole con una vieja cámara de fotos. Era su bien más preciado y consideraba que era la mejor manera de sellar su amistad con Elías. Le advirtió que la cámara cambiaría su vida pero Elías ignoraba hasta qué punto.
Se trataba de una Leyca serie M, con objetivo de 35 milímetros. No era moderna, pero con ese tipo de lentes son verdaderas joyas para los aficionados a la fotografía y así se lo hizo saber Miguel cuando Elías entro en su establecimiento para revelar el carrete. Elías se acordaba de la tienda de artículos de belleza y perfumería que regentaba en esa calle de Rodríguez Murias, Mari Carmen Sáez, y al llegar allí comprobó que el nombre de la tienda había cambiado pero que podría revelar su película fotográfica. Tras hablar de la cámara, la única que Miguel había visto en su vida, le entregó el carrete y dijo que pasaría a recoger las fotos al día siguiente.
Cuando se presentó en el establecimiento a la mañana siguiente había un gran revuelo. Miguel y su ayudante no entendían como era posible aquel resultado de las emulsiones químicas. Habían seguido paso a paso el procesado habitual para ese tipo de película, el proceso C-41, y ante sus ojos aparecieron primero unos negativos de otra época mezclados con los de hoy. Calles y plazas con edificios que ya no existen, con ropas y vecinos que hoy son padres de familia, seguidos por exposiciones actuales, de la procesión del día anterior.
- Es algo increíble, nunca había visto algo así. Si el procesado de película es algo casi automático... He comprobado los líquidos, el fijador, el revelador y todo está correcto. No lo entiendo, no es posible -se lamentaba Miguel, el fotógrafo.
Elías le tranquilizó y se limitó a decirle que algunos procesos químicos están reñidos con el paso del tiempo. De la misma manera que el revelado de unas fotografías dependen de unos baños químicos y sus tiempos adecuados, la vida, en cierto modo, también los tiene. La infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez y la vejez también tienen sus plazos de tiempo que conviene cumplir a su manera para no alterar el normal desarrollo de cada etapa vital. Elías había entendido así la vida, no era cuestión de Prozac ni de terapias. A lo largo de la vida, hay un momento para cada cosa. Por eso él estaba ahora allí, en Ribadeo, había llegado su hora, era su tiempo era su momento.
-Stephen Hawking sabe mucho de eso, del control del tiempo -le explicó no sin cierta socarronería Elías. No obstante, le recomendó que no le diera muchas vueltas a lo que había ocurrido porque no encontraría ninguna lógica fotográfica. Sencillamente ocurren cosas que muchas veces van más allá de la propia imaginación.
Elías, por fin tenía lo que quería, tras regresar a su pueblo 46 años después de dejarlo en un autobús de la Línea. Se llevaba algo que no había tenido en Uruguay: las fotos de su niñez, los testimonios gráficos de un período de su vida que creía que sólo existía en su imaginación. Ahora tenía las fotografías de aquel niño inocente, que con los ojos abiertos corría junto al coco y la coca por las calles de la villa, las de ese jovenzuelo en pantalón corto que metía su cabeza entre el público de la plaza de toros de Miramar, que deambulaba por la casa de Baños de Porcillán y las de un chaval que trataba de montar en una pesada bicicleta por caminos embarrados y en la que alcanzaba los pedales a duras penas. Había recuperado lo que le faltaba.

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