viernes, 10 de agosto de 2007
Babel frutero
Plátanos de Costa Marfil, mandarinas de Sudáfrica, patatas de Israel... Desde luego ir al Súper en los últimos tiempos es lo más más parecido a un Babel hortofrutícola, muy lejano de la recomendación que nos daban hace años nuestros mayores de comer fruta de temporada. Ahora no se sabe porqué, pero es tan normal comer mandarinas en pleno agosto en Madrid, como que los argentinos consuman melón de piel de sapo de Membrilla (Ciudad Real). Con decir que todo es por la tan traída y llevada globalización, o por Rodríguez Zapatero o la Pantoja, todo estaría resuelto, pero no es así. No sé si era mejor pasarse todo el invierno deseando que llegara el verano para comer melón o sandía, aunque lo cierto es que no me veo tomando estos deliciosos productos en enero, aunque cuenten con el toque mágico de Adriá con cebolla caramelizada y esencias de algas con tiras de tiramisú. Puede que algunos les guste.... pero yo me quedo con el melón de toda la vida, el que como mucho comía hasta finales de septiembre y que el frutero me recomendaba. Nunca se equivocaba. Tal vez desde las ciudades se haya perdido la perspectiva rural y de la importancia que tiene el sostenimiento de una forma de vida que permite que en las grandes ciudades la gastronomía brille y que el fast food encarnado por las hamburguesas tenga el color de la huerta. En otras palabras, sin buena materia prima, poco o nada pueden hacer los mejores cocineros del mundo o el cocinillas de la tasca de mi barrio, que lleva años haciendo unas croquetas de matrícula de honor y unos potajes que quitan el hipo. Pero el medio rural está herido porque cada vez es menos rentable. Un agricultor, según el observatorio de precios del Ministerio de Agricultura, recibe 0,50 euros por un kilo de tomates y el consumidor paga por el mismo kilo en supermercados, fruterías e hipermercados como mínimo 2,05 euros. Casi nada. Y así podemos seguir con las cebollas, pepinos, pimientos etc. Con este panorama, vivir del campo es día a día más complicado y cada vez más jóvenes abandonan el medio rural para buscar curre de ocho a tres en la gran ciudad. Claro, que trabajar de sol a sol, a expensas de los efectos de tormentas, heladas, plagas y topillos que arruinen la cosecha es tan duro que pocos son los que quieren seguir la tradición familiar. Mientras tanto, el número de explotaciones agrarias se va reduciendo y ya ni siquiera se hace como antaño, cuando se volvía del pueblo cargado de tomates que saben a tomates o huevos de verdad. Todo tiene un precio, pero al final quien lo paga es el consumidor, que ya prefiere conducir un todo terreno con GPS de última generación antes que ir al pueblo y venir cargado de patatas, que al fin y al cabo, son de la misma cadena que tiene a la vuelta de la esquina de su casa.
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