Hace muchos, muchos años vivía en un lujoso palacio situado en las laderas de Cedofeita, no lejos de la villa que hoy se conoce por el nombre de Ribadeo, un valeroso príncipe rodeado de riqueza, paz y prosperidad. Un buen día de primavera durante uno de sus viajes por las montañas de Los Oscos se perdió y fue a parar a un desconocido bosque plagado de robles, pinos y castaños de una belleza casi mágica. Descabalgó de su caballo y comenzó a andar delante del animal sujetándole por las riendas. Tras deambular largo rato sin saber adonde ir y sin encontrar la vereda apropiada comenzó a oír entre los sonidos naturales de aquel bosque las risas inocentes que por sus características, sólo podían provenir de una joven mujer. Vinieran de quien vinieran esos sonidos limpios e inocentes, el joven príncipe no se atemorizó sino todo lo contrario porque estaba seguro de que no podía ser más que una buena señal. A lo largo de su vida, como noble guerrero que era, había tomado parte en numerosas batallas contra poderosos enemigos y aunque hacía muchos años que había vencido el sentimiento de miedo que todo hombre posee, en especial a lo desconocido, nunca había experimentado esa sensación tan confortable.
La frondosidad del bosque era tal, que apenas podía ver unos metros por delante de él y tan sólo cuando miraba hacia arriba divisaba, abriéndose paso entre las copas de los árboles, el azul del cielo, que de poco le servía para guiarse en aquel lugar. En cuanto a las risas, que no dejaban de oírse entre los robustos troncos de los árboles, cuando creía haberlas localizado y se encaminaba a ellas, desaparecían y volvían a repetirse a sus espaldas. Ese inocente juego duró un rato hasta que de pronto apareció ante sus ojos la mujer más bella que jamás hubiera podido imaginar. Esa belleza era tal que no podía ser real… Aunque desde pequeño sabía que en los lagos y los bosques habitaban seres de extraordinaria belleza que no eran de este mundo y que rara vez se dejaban ver por los mortales, pensaba que jamás iba a tener la oportunidad de encontrarse con uno de ellos. Ahora, no tenía ninguna clase de dudas. ¡Y vaya, si existían!
El príncipe, dubitativo, no sabía si estaba viviendo un sueño o si era realidad y comenzó a pellizcarse el brazo para comprobarlo. La joven mujer, que iba vestida con un vestido de seda blanca, permanecía casi inmóvil frente a él, mostrando una amplia sonrisa en su rostro. Tenía el cabello rubio, inmensos ojos azules casi transparentes, su rostro, de dulces facciones, desprendía un halo de candidez e inocencia y su voz era dulce y melodiosa.
Desde el primer momento el príncipe la trató con bondad y respeto, lo que a cualquier hada siempre halaga, porque son muy sensibles, y después de un rato de conversación entre ambos y mientras ella le guiaba por frondosas veredas plagadas de helechos, hasta encontrar el camino de vuelta, surgió el flechazo y tanto ella como él se enamoraron perdidamente desde aquel encuentro fortuito.
No tardaron en volverse a ver y el príncipe regresaba cada vez que podía al bosque del que ya conocía el camino para entrar y salir. Pero estos encuentros no eran del agrado de Finvara, el Rey de las Hadas, padre de la joven, que desaprobaba que su hija se pudiera enamorar de un mortal.
Por esta razón habló con ella para que renunciara a ese amor y cumpliera con sus obligaciones como hada del bosque y como hija de un Rey. Ante la postura negativa de su hija, Finvara contactó con un druida llamado Cruanagh, un ser maligno de perversas intenciones al que encomendó la difícil tarea de romper el encantamiento amoroso que unía a su bella hija con el joven príncipe de Cedofeita.
Cruanag no tardó en utilizar sus poderes para llevar malos presagios de guerra al Palacio en el que habitaba el joven príncipe, quien cayó en la trampa disponiéndose para partir de manera inmediata hacia Escandinavia y combatir a los vikingos que trataban de usurpar el trono de su padre. Muy a pesar suyo y desconociendo por completo que se trataba de un plan urdido por la mente enrevesada del druida, corrió al bosque para reunirse con su amada antes de partir y explicarle los motivos de su partida hacia el Norte.
El príncipe, que no tenía otro remedio moral que luchar por su padre, le dijo a su amada que no se preocupara por él porque regresaría pronto. Además, le dijo que si le pasaba algo abandonara el bosque y se dirigiera a una cueva situada en la Ría de Ribadeo, junto a unos acantilados, al borde del mar y a la que sólo se puede entrar los días de mareas muy vivas. Unos metros antes de la entrada hay una formación rocosa, llamada las Carrayas que impide que los barcos se acerquen hasta allí y quienes lo intentan encallan sin remedio destrozando las embarcaciones desde la roda al codaste, haciendo astillas la quilla.
- Para entrar en la cueva no tienes más arrojar la arena mágica que contiene esta bolsa que te voy a dar, en el interior de Pena furada, una roca muy característica que distinguirás con facilidad por el amplio agujero que tiene a simple vista. A continuación verás ante ti la cueva y podrás entrar.
- Así lo haré, pero te prometo que esperaré tu vuelta -dijo ella.
- Allí -prosiguió el Príncipe- encontrarás los más fabulosos tesoros que cualquier ser, humano o no, pueda imaginar. Todo lo que hay es tuyo.
La joven, aunque entendía las razones de la marcha de su amado temía que su padre, por la oposición a su amor, podría estar detrás de esta repentina guerra. Así que le prometió que le esperaría siempre, pasase lo que pasase, y tardase lo que tardase.
Unos días después de zarpar y cuando el barco se encontraba en alta mar, a dos días de navegación y casi cien millas de la costa, el cielo azul se cerró de pronto y cambió de tono. La oscuridad se apoderó del día, surgiendo de la nada las olas más grandes que se puedan imaginar y los vientos más fuertes que jamas azotaron la Tierra. La furia del mar destrozó el barco del príncipe, echándolo a pique y llevándolo hasta el fondo de los abismos marinos sin que nunca más se supiera de él.
La joven hada que intuía que algo malo había pasado abandonó el bosque tras confirmarle su padre, Finvara, que el príncipe jamás volvería, y llegó hasta la cueva siguiendo las indicaciones que su amado le había dejado antes de partir. Al abandonar su sagrado bosque sabía que lo hacía para siempre y que jamás podría volver.
Aprovechando la bajamar llegó hasta Pena furada, y tal y como le dijo el príncipe dejó caer la arena que contenía la bolsa bajo el arco de la caprichosa formación rocosa. Acto seguido una pesada piedra abrió el paso dejando al descubierto los secretos de la cueva que en su interior albergaba un fantástico tesoro. La cueva era de cristal con zafiros incrustados, las estalactitas de oro macizo y las estalagmitas esculpidas en diamantes de los más variados colores. El suelo estaba lleno de griales repletos de piedras preciosas, rubíes y esmeraldas.
Desde entonces la bella hada permanece en su interior esperando que algún día regrese su amado para que como todos estos seres bellos y caprichosos de la mitología desean, velen por ella. Nadie ha podido verla jamás pero sus sollozos de lamento han sido escuchados desde hace muchas décadas por los marineros que navegan por la zona en las noches más frías y desapacibles. Pero, a pesar de que muchos han tratado de encontrar ese fantástico lugar nadie ha podido entrar nunca en A cova de fada.
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