Las Fiestas Patronales habían terminado y tras el correspondiente día de resaca me disponía a prepararme para pasar el largo invierno de la mejor manera posible. Mi esposa, en la cocina como de costumbre, se esforzaba para ofrecer lo mejor de su arte culinario. Yo, mientras tanto, no tenía otra cosa mejor que hacer que ir a pasear antes de cenar y alternar en los bares con algún superviviente de las fiestas.
Con unos pesos en los bolsillos salí de casa bien pertrechado porque afuera había una intensa niebla que no dejaba ver un palmo más allá de mis propias narices. La humedad calaba mis huesos y creo que también mis ideas porque les aseguro que lo que les voy a contar me sucedió realmente durante esa noche de septiembre. ¿O tal vez no?
No había muchos bares abiertos, pues la mayoría de ellos habían aprovechado la conclusión de las fiestas para colgar el consabido cartel de “cerrado por vacaciones”. Créanme que la tarea de encontrar una taberna abierta fue difícil, pero como quien la busca la consigue, al final entré en una que se encontraba detrás del Ayuntamiento, junto al viejo convento franciscano. Andaba un poco despistado, no sé si por la niebla, la resaca festera o por qué razón pero lo cierto es que no me sonaba mucho esa taberna. No obstante, daba igual un bar u otro, mientras hubiera vino. - No sabía que hubiera aquí un bar -me dije extrañado- Bueno, da igual, cualquier sitio es bueno para tomar un xoven.
Cuando entré me asaltó una duda: ¿quién es más tenebroso el bar o el camarero?. Todo era antiguo, los vasos, las sillas,... y por si esto fuera poco el olor, un penetrante aroma que jamás había sentido en mi vida. Lo más curioso es que ni siquiera había botellas, y el camarero que sólo abrió la boca para preguntar qué deseaba tomar, servía el vino directamente de unos inmensos garrafones a los vasos. Desde luego, nunca lo había por allí pero, daba igual.
Además del camarero, había otra persona en el local. Su aire era un poco misterioso, envuelto en una capa azul, apenas podía adivinar su rostro. Sus ojos tenían una intensa mirada y una perilla rodeaba su boca. Nunca fui bueno para adivinar las edades de las personas pero supongo que tendría alrededor de los sesenta años, al menos era lo que aparentaba.
Reconozco que cuando le oí hablar un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su voz era profunda, sosegada y utilizaba unas palabras que me resultaban propias de otros tiempos aunque su acento era de allí, sin duda. A pesar de todo decidí iniciar una conversación con él y para romper el fuego nada mejor que hablar fútbol, algo muy común en cualquier bar -del tiempo, y en especial del que había hecho a lo largo del verano, era mejor no hacerlo-.
- Este es el año el Deportivo de La Coruña, ¿ no cree, caballero? -le pregunté esperando una rápida contestación. El misterioso hombre en cuestión asintió con la cabeza y se limitó a decirme que no podía entender ese juego.
- Me llamo Raimundo, ¿ y usted?
- Francisco, Francisco Pousada, para servirle- le dije.
El hombre parecía muy cordial e intuí que tenía ganas de conversar, así que le pregunté por las fiestas que acabábamos de vivir.
- Es una pena que las Fiestas se hayan terminado pero han sido espléndidas.
- Sí, pero de todas maneras he vivido tantas que... no sé, demasiado ruido, demasiado bullicio de gente- me contestó.
La verdad es que Raimundo tenía una conversación muy agradable y a tenor de sus palabras era un buen conocedor de Ribadeo y de la zona aunque jamás le había visto por allí. A pesar de eso me confesó que llevaba muchos, muchos años viviendo en la villa, más de los que yo era capaz de imaginar, vagando como un alma en pena por sus rúas y los recónditos callejones del Ribadeo antiguo -confesó que la parte nueva prefería no visitarla-, viendo como pasa el tiempo y como cambian las modas. No le presté más atención que la que se puede tener al quinto vino pero proseguimos con nuestro diálogo. Me aseguró que había nacido en Santa Eulalia de Oscos, en la comarca de Castropol, y que se había instalado en la próspera y comercial villa de Ribadeo, donde poseía un pazo de estilo neoclásico del siglo XVIII.
- Allí custodio un magnífico tesoro que unos dicen que existe y otros que no. Pero le aseguro que ningún mortal ha visto jamás tanta riqueza reunida.
Dicho esto se despidió de mí agradeciendo estos momentos de charla y me aseguró que jamás volveríamos a vernos. Me quedé sin palabras y sin capacidad de reacción. No sé si fueron los efectos del vino o qué pero por un momento pensé que estaba junto al fantasma del Marqués de Sargadelos, el industrial ilustrado que a finales del siglo XVIII montó una de las fábricas de ollas y cerámica más prósperas de Galicia. Se lo quise preguntar pero ya era demasiado tarde, nunca destaqué por mi rapidez mental. Envuelto en la capa había salido de la taberna perdiéndose bajo la espesa niebla que no dejaba ver más de un palmo en las narices. Salí detrás de él pero no le vi y cuando quise entrar de nuevo en el local no pude, no encontraba la puerta, había desaparecido.
Extrañado, sorprendido, regresé a mi casa donde mi mujer esperaba inquieta por mi tardanza y con la cena fría. Cuando le conté la historia no se creyó ni una sola palabra, clavó los ojos en mi rostro y sólo se limitó a decir un escueto: - Cariño, has vuelto a beber.
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