La aventura de un ribadense que nunca existió... o quién sabe
Era el mes de julio de 1942, el Océano Atlántico se había convertido en un mar de locos, y nunca mejor dicho. Chatarra, cascos de barcos, torpedos y muerte se sumergían para siempre en las profundidades, llevándose consigo la incongruencia y la sinrazón del ser humano para enterrarlos en los abismos del mar. Karl Müller, el sonarista, se encontraba a bordo del U-Boote alemán, uno de los terribles submarinos que castigaron una y otra vez, sin misericordia a los barcos de la flota aliada, en especial a los convoyes británicos que intentaban hacer llegar abastecimientos a la cada vez más aislada Inglaterra y al resto de los países aliados desde Estados Unidos. La ofensiva alemana, dirigida por el Almirantazgo a lo largo de ese año había sido total y despiadada, más de 3.760.000 toneladas de barcos aliados habían sido hundidas por el acoso implacable de los terribles submarinos alemanes que tenían todo a su favor frente a los lentos buques de carga y las corbetas que poco podían hacer frente a la precisión de los submarinistas alemanes, más que tratar de mantener la unión de los convoyes.
La última misión del U-Boote, en el que prestaba servicio su servicio Karl fue un éxito total. A lo largo de una semana habían acosado sin descanso, durante una semana, a un convoy compuesto por veinticuatro buques, la mayoría mercantes tipo Liberty, armados con pequeños cañones, que cubrían la ruta del Atlántico Norte desde Halifax, capital de Nueva Escocia (Canadá) hasta el británico puerto de Londonderry, en Irlanda del Norte. El submarino alemán y su flotilla se limitaban durante el día a seguir el rumbo de sus presas, pero era de noche cuando los torpedos que cargaban hacían su trabajo, algo que era relativamente fácil. Ese tipo de convoyes que cubrían la ruta del Atlántico sólo contaba por lo general con un par de corbetas de escolta y rara vez conseguían el apoyo de barcos de guerra de mayor tonelaje y con mayor capacidad de defensa como los destructores. Pero la lucha no era sólo contra los submarinos, también lo era contra la furia de la mar, que en pleno Océano Atlántico se bastaba por si solo para acabar con cualquier barco en un furioso temporal.
En esta ocasión, los submarinos alemanes habían atacado durante seis noches consecutivas y sin descanso al convoy, echando a pique a catorce buques de carga y un petrolero. Este último se hundió en la posición 47º 30’ N/ 20º 12’E, donde había tenido lugar la última batalla, tal y como quedó reflejado en el cuaderno de bitácora. Allí, uno de los torpedos lanzados desde el submarino en el que Karl desempeñaba la función de sonarista impactó de lleno en el casco de un petrolero británico, que en cuestión de segundos se partió en dos y estalló, convirtiendo las aguas del Atlántico Norte en un fantasmagórico escenario de llamas, petróleo derramado y cuerpos humanos mutilados o ardiendo. Los maquinistas y en definitiva, la tripulación, sabían que en caso de ser atacados por un submarino, estar en las entrañas del barco, bien en las máquinas o en los camarotes, era como permanecer en una tumba de la que no había escapatoria. No obstante, esa muerte era más instantánea y menos dolorosa que hacerlo abrasado en el mar, con todo el cuerpo manchado de combustible y esperando que el fuego consuma la vida.
A lo largo de la existencia, y más durante esta cruel guerra, el sacrificio de unos sirvió para que una mayoría pudiese sobrevivir. Así, el hundimiento de aquel petrolero, con las imponentes llamaradas de fuego y las continuas explosiones sirvió para que aprovechando la noche cerrada, el resto del convoy lograra desviar en una hábil maniobra a los alemanes y llegar a su destino final de Londonderry, donde los aliados tenían una de sus bases. Este convoy no había sido muy distinto al último, era uno más. La maniobra para escapar de los alemanes no era ningún capítulo heroico en la vida de aquellos marinos, ni nada que se le pareciese. Sólo era la guerra y el instinto para sobrevivir. El submarino alemán en el que Karl prestaba servicio había zarpado de la base alemana de Brest, en la ocupada Bretaña francesa tan sólo tres semanas antes, y la tripulación sabía que después de ese tiempo y el éxito de sus misiones el retorno a la base era inminente. Pero una inesperada avería mecánica trastocó los planes del capitán del submarino. El agarrotamiento del timón de profundidad provocó que el U-Boote tuviera que retrasar sus planes de regreso a Brest. Era una avería importante porque les impedía sumergirse y en aquellos días si los aviones aliados detectaban su posición corrían serio peligro de ser atacados. Se habían convertido en un blanco demasiado fácil. Ante la imposibilidad de esperar que llegara uno de los barcos de aprovisionamiento, mercantes alemanes denominados Corsarios, el capitán del submarino, tras conocer los detalles de la avería ordenó que fondeara en un lugar de la costa. Así lo hicieron, no sin grandes dificultades para gobernar el barco. Parecía que por unas horas la tensión y el dolor de la guerra habían quedado paralizadas en las retinas de los hombres que convivían dentro del casco del submarino, entre estrecheces e incomodidades, ignorando cuál sería su futuro. El submarino, después de largas horas casi a la deriva y haciendo frente a un moderado temporal, alcanzó la costa española. El capitán sabía que allí no iban a encontrar problemas y que si fondeaban al abrigo de una de las escondidas calas del abrupto litoral Cantábrico podrían reparar la avería y continuar rumbo a Brest.
El U-Boote, tuvo más dificultades de las previstas y durante la bajamar fondeo en la Ensenada de Villaselán, junto a la isla Pancha. Disponían de poco tiempo para subsanar la avería en el timón porque cuanto más tiempo estuvieran allí, a la vista de cualquiera, más posibilidades había de ser atacados por las fuerzas aliadas.
El sonarista, Karl Müller, que era natural de la ciudad hanseática de Bremen, con uno de los puertos más importantes del Mar del Norte, tenía tan sólo 21 años y desde muy joven había heredado la pasión por la mar. Su padre, había pasado la mayor parte de su vida en la mar, encerrado en las salas de máquinas de diversos buques de carga surcando los mares del ancho mundo. Las historias de tempestades, el paso del Estrecho de Magallanes o del terrible Cabo de Hornos, la calma del Pacífico y los amores en cada puerto habían proporcionado al pequeño Karl el espíritu de los auténticos lobos de mar.
Pero la vida casi nunca es como una se la imagina y aunque no por eso había dejado de soñar, sí había perdido la mayor parte de los ideales de juventud, ni siquiera su ciudad, ni su país podían ofrecerle nada en esos momentos. La guerra y los estúpidos ideales nacionalsocialistas habían cortado de cuajo sus proyectos. Se encontraba encerrado, casi enclaustrado en unos escasos metros cuadrados, en un clima asfixiante, sentado largas horas junto a un aparato que había llegado a odiar, el sonar, identificando los fondos marinos y los barcos a través del ruido de las hélices. A muchos pies de profundidad era uno más de los que colaboraban durante la guerra en la hermosa tarea de hundir todos los barcos enemigos que se ponían al alcance del periscopio.
Karl no era muy expresivo ni hablador pero cada vez que escuchaba a sus compañeros de tripulación felicitarse por un nuevo hundimiento entre vítores y gritos de “¡Heil Hitler!”, fruncía el ceño, concentraba la mirada en los botones del sonar mientras en el interior se le retorcían las tripas. Durante la última batalla en el Atlántico había escuchado a través del sonar las explosiones y los desgarradores gritos de los náufragos, marinos como él, que dejaban sus vidas en el mar. Karl dominaba el sonar a la perfección, era difícil que se le escapara algo y con el tiempo que llevaba en submarinos distinguía con extraordinaria precisión un pesquero, un buque-tanque, un acorazado u otro submarino. Durante los casi dos años que llevaba al servicio de la Marina del III Reich pasó del orgullo al odio. Aquella noche, en la que hundieron al petrolero, sintió asco de lo que era y de lo que la guerra había hecho con él, convirtiéndole en un hombre indiferente el dolor y al servicio de la maquinaria de guerra. Un engranaje más. Escuchó en el sonar los gritos desesperados de hombres que en cuestión de segundos iban a convertirse en masas humanas inertes, sin vida. Detrás de todos y cada uno de ellos había una historia personal, una familia, tal vez, hasta unos hijos. Pero de pronto, el silencio de la noche se rompía con el estruendo de una explosión y todo se acababa.
Al ver la costa, Karl sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza, vio la oportunidad de recobrar la libertad y huir de la locura de la guerra. No se lo pensó mucho, y mientras el submarino estaba fondeado, se encaminó a la escotilla de popa, caminó con sigilo por la cubierta del sumergible, se lanzó al mar y alcanzó la costa. El oficial de guardia de la torreta no le vio y cuando advirtieron su desaparición, Karl estaba en tierra firme buscando un escondite seguro, donde no le pudieron encontrar. De todos modos, el capitán prefirió que nadie desembarcase para ir en su busca. Bastante tenía con arreglar la avería y zarpar cuanto antes.
Durante horas anduvo errante por los prados y caminos, temeroso de ser encontrado por sus compatriotas, hasta que llegó hambriento y cansado a la parroquia de Villaselán. Allí, en la iglesia, encontró cobijo y refugio para huir de un mundo que se había desmoronado a sus pies. El cura le sorprendió tendido junto a unos matojos que crecían junto al muro de piedra. Al principio se asustó al ver a un desconocido uniformado. Aunque no tardó en averiguar que se trataba de un alemán, no tardó en comprender que aquel hombre que no hablaba su idioma estaba hambriento y que tenía miedo. Le llevó al edificio rectoral y le proporcionó comida. Karl había decidido romper con un pasado lleno de odio, destrucción y ambición personal del Führer. Ya no había marcha atrás. El párroco de Villaselán, fiel guardián del secreto, le dio cobijo durante unos días evitando que nadie supiera de él durante un tiempo. Tras la partida del submarino Karl volvió a ver la luz del sol aunque de otra manera.
Los vecinos le acogieron y le proporcionaron toda la ayuda que su humilde situación les permitía. Karl, dispuesto a comenzar una nueva vida aprendió con rapidez. Arregló una vieja casa de campo abandonada, descubrió los secretos de la agricultura y con el paso de los años sustituyó sus sueños juveniles, de odiseas marinas en todos los mares del mundo por la pesca en la Ría de la preciada robaliza y los calamares, en un pequeño bote en cuyo folio se podía leer un nombre: U-Boote.
Karl Müller, conocido como Carlos ‘O Alemán’, es a los setenta y un años un ribadense más. Habla gallego y castellano, conoce los secretos culinarios del pulpo a feira y del lacón con grelos, entre otras delicias de la buena mesa; lee y hasta se sabe de memoria algunas de las leyendas escritas por Álvaro Cunqueiro; ha recorrido una a una las posesiones del decapitado Mariscal Pardo de Cela; está convencido de que en el Palacio de Ibáñez, actual pazo consistorial, existe oculto un fabuloso tesoro; y tiene la fe suficiente para creer que si San Gonzalo hubiera existido a mediados del siglo XX hubiera hundido uno a uno los barcos de guerra alemanes como hizo con los invasores bárbaros, aunque esta vez sin necesidad de arrodillarse. Y si este Santo no hubiera podido contra la crueldad nazi no había dudado en unir sus esfuerzos a la Maruxaina de San Ciprián, para seducir con su maléfico encanto a los marineros del Tercer Reich.
Ha visto construir el Puente de los Santos; año tras año asiste a primeros de agosto al hoy llamado Municipal Pepe Barrera para presenciar la fiesta del fútbol ribadense, el Emma Cuervo; sube a Santa Cruz el día de la Xira para compartir empanada y ribeiro con sus vecinos y amigos en perfecta armonía con el sonido de la gaita; vio el humo de la máquina del tren minero de Villaodrid que llegaba hasta El Cargadero; se ha bañado en Cabanela y se ha perdido por las calles del barrio de Porcillán hasta llegar a la Atalaya; ve como los nuevos tiempos llegan a la comarca; y hasta se enamoró, se casó - por supuesto en Villaselán - y tuvo tres hijos.
Y todavía hoy se sigue emocionando cuando desde la habitación de su casa en Villaselán ve brillar bajo el sol o abriéndose paso entre las brumas matinales, el tejado de la Torre de los Moreno, símbolo de Ribadeo y de todo el municipio, que se yergue orgullosa ante la imponente Ría. Es el símbolo de un recuerdo que jamás olvidará y de la gratitud que siempre tendrá hacia los ribadenses de aquí y de allá.
Era el mes de julio de 1942, el Océano Atlántico se había convertido en un mar de locos, y nunca mejor dicho. Chatarra, cascos de barcos, torpedos y muerte se sumergían para siempre en las profundidades, llevándose consigo la incongruencia y la sinrazón del ser humano para enterrarlos en los abismos del mar. Karl Müller, el sonarista, se encontraba a bordo del U-Boote alemán, uno de los terribles submarinos que castigaron una y otra vez, sin misericordia a los barcos de la flota aliada, en especial a los convoyes británicos que intentaban hacer llegar abastecimientos a la cada vez más aislada Inglaterra y al resto de los países aliados desde Estados Unidos. La ofensiva alemana, dirigida por el Almirantazgo a lo largo de ese año había sido total y despiadada, más de 3.760.000 toneladas de barcos aliados habían sido hundidas por el acoso implacable de los terribles submarinos alemanes que tenían todo a su favor frente a los lentos buques de carga y las corbetas que poco podían hacer frente a la precisión de los submarinistas alemanes, más que tratar de mantener la unión de los convoyes.
La última misión del U-Boote, en el que prestaba servicio su servicio Karl fue un éxito total. A lo largo de una semana habían acosado sin descanso, durante una semana, a un convoy compuesto por veinticuatro buques, la mayoría mercantes tipo Liberty, armados con pequeños cañones, que cubrían la ruta del Atlántico Norte desde Halifax, capital de Nueva Escocia (Canadá) hasta el británico puerto de Londonderry, en Irlanda del Norte. El submarino alemán y su flotilla se limitaban durante el día a seguir el rumbo de sus presas, pero era de noche cuando los torpedos que cargaban hacían su trabajo, algo que era relativamente fácil. Ese tipo de convoyes que cubrían la ruta del Atlántico sólo contaba por lo general con un par de corbetas de escolta y rara vez conseguían el apoyo de barcos de guerra de mayor tonelaje y con mayor capacidad de defensa como los destructores. Pero la lucha no era sólo contra los submarinos, también lo era contra la furia de la mar, que en pleno Océano Atlántico se bastaba por si solo para acabar con cualquier barco en un furioso temporal.
En esta ocasión, los submarinos alemanes habían atacado durante seis noches consecutivas y sin descanso al convoy, echando a pique a catorce buques de carga y un petrolero. Este último se hundió en la posición 47º 30’ N/ 20º 12’E, donde había tenido lugar la última batalla, tal y como quedó reflejado en el cuaderno de bitácora. Allí, uno de los torpedos lanzados desde el submarino en el que Karl desempeñaba la función de sonarista impactó de lleno en el casco de un petrolero británico, que en cuestión de segundos se partió en dos y estalló, convirtiendo las aguas del Atlántico Norte en un fantasmagórico escenario de llamas, petróleo derramado y cuerpos humanos mutilados o ardiendo. Los maquinistas y en definitiva, la tripulación, sabían que en caso de ser atacados por un submarino, estar en las entrañas del barco, bien en las máquinas o en los camarotes, era como permanecer en una tumba de la que no había escapatoria. No obstante, esa muerte era más instantánea y menos dolorosa que hacerlo abrasado en el mar, con todo el cuerpo manchado de combustible y esperando que el fuego consuma la vida.
A lo largo de la existencia, y más durante esta cruel guerra, el sacrificio de unos sirvió para que una mayoría pudiese sobrevivir. Así, el hundimiento de aquel petrolero, con las imponentes llamaradas de fuego y las continuas explosiones sirvió para que aprovechando la noche cerrada, el resto del convoy lograra desviar en una hábil maniobra a los alemanes y llegar a su destino final de Londonderry, donde los aliados tenían una de sus bases. Este convoy no había sido muy distinto al último, era uno más. La maniobra para escapar de los alemanes no era ningún capítulo heroico en la vida de aquellos marinos, ni nada que se le pareciese. Sólo era la guerra y el instinto para sobrevivir. El submarino alemán en el que Karl prestaba servicio había zarpado de la base alemana de Brest, en la ocupada Bretaña francesa tan sólo tres semanas antes, y la tripulación sabía que después de ese tiempo y el éxito de sus misiones el retorno a la base era inminente. Pero una inesperada avería mecánica trastocó los planes del capitán del submarino. El agarrotamiento del timón de profundidad provocó que el U-Boote tuviera que retrasar sus planes de regreso a Brest. Era una avería importante porque les impedía sumergirse y en aquellos días si los aviones aliados detectaban su posición corrían serio peligro de ser atacados. Se habían convertido en un blanco demasiado fácil. Ante la imposibilidad de esperar que llegara uno de los barcos de aprovisionamiento, mercantes alemanes denominados Corsarios, el capitán del submarino, tras conocer los detalles de la avería ordenó que fondeara en un lugar de la costa. Así lo hicieron, no sin grandes dificultades para gobernar el barco. Parecía que por unas horas la tensión y el dolor de la guerra habían quedado paralizadas en las retinas de los hombres que convivían dentro del casco del submarino, entre estrecheces e incomodidades, ignorando cuál sería su futuro. El submarino, después de largas horas casi a la deriva y haciendo frente a un moderado temporal, alcanzó la costa española. El capitán sabía que allí no iban a encontrar problemas y que si fondeaban al abrigo de una de las escondidas calas del abrupto litoral Cantábrico podrían reparar la avería y continuar rumbo a Brest.
El U-Boote, tuvo más dificultades de las previstas y durante la bajamar fondeo en la Ensenada de Villaselán, junto a la isla Pancha. Disponían de poco tiempo para subsanar la avería en el timón porque cuanto más tiempo estuvieran allí, a la vista de cualquiera, más posibilidades había de ser atacados por las fuerzas aliadas.
El sonarista, Karl Müller, que era natural de la ciudad hanseática de Bremen, con uno de los puertos más importantes del Mar del Norte, tenía tan sólo 21 años y desde muy joven había heredado la pasión por la mar. Su padre, había pasado la mayor parte de su vida en la mar, encerrado en las salas de máquinas de diversos buques de carga surcando los mares del ancho mundo. Las historias de tempestades, el paso del Estrecho de Magallanes o del terrible Cabo de Hornos, la calma del Pacífico y los amores en cada puerto habían proporcionado al pequeño Karl el espíritu de los auténticos lobos de mar.
Pero la vida casi nunca es como una se la imagina y aunque no por eso había dejado de soñar, sí había perdido la mayor parte de los ideales de juventud, ni siquiera su ciudad, ni su país podían ofrecerle nada en esos momentos. La guerra y los estúpidos ideales nacionalsocialistas habían cortado de cuajo sus proyectos. Se encontraba encerrado, casi enclaustrado en unos escasos metros cuadrados, en un clima asfixiante, sentado largas horas junto a un aparato que había llegado a odiar, el sonar, identificando los fondos marinos y los barcos a través del ruido de las hélices. A muchos pies de profundidad era uno más de los que colaboraban durante la guerra en la hermosa tarea de hundir todos los barcos enemigos que se ponían al alcance del periscopio.
Karl no era muy expresivo ni hablador pero cada vez que escuchaba a sus compañeros de tripulación felicitarse por un nuevo hundimiento entre vítores y gritos de “¡Heil Hitler!”, fruncía el ceño, concentraba la mirada en los botones del sonar mientras en el interior se le retorcían las tripas. Durante la última batalla en el Atlántico había escuchado a través del sonar las explosiones y los desgarradores gritos de los náufragos, marinos como él, que dejaban sus vidas en el mar. Karl dominaba el sonar a la perfección, era difícil que se le escapara algo y con el tiempo que llevaba en submarinos distinguía con extraordinaria precisión un pesquero, un buque-tanque, un acorazado u otro submarino. Durante los casi dos años que llevaba al servicio de la Marina del III Reich pasó del orgullo al odio. Aquella noche, en la que hundieron al petrolero, sintió asco de lo que era y de lo que la guerra había hecho con él, convirtiéndole en un hombre indiferente el dolor y al servicio de la maquinaria de guerra. Un engranaje más. Escuchó en el sonar los gritos desesperados de hombres que en cuestión de segundos iban a convertirse en masas humanas inertes, sin vida. Detrás de todos y cada uno de ellos había una historia personal, una familia, tal vez, hasta unos hijos. Pero de pronto, el silencio de la noche se rompía con el estruendo de una explosión y todo se acababa.
Al ver la costa, Karl sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza, vio la oportunidad de recobrar la libertad y huir de la locura de la guerra. No se lo pensó mucho, y mientras el submarino estaba fondeado, se encaminó a la escotilla de popa, caminó con sigilo por la cubierta del sumergible, se lanzó al mar y alcanzó la costa. El oficial de guardia de la torreta no le vio y cuando advirtieron su desaparición, Karl estaba en tierra firme buscando un escondite seguro, donde no le pudieron encontrar. De todos modos, el capitán prefirió que nadie desembarcase para ir en su busca. Bastante tenía con arreglar la avería y zarpar cuanto antes.
Durante horas anduvo errante por los prados y caminos, temeroso de ser encontrado por sus compatriotas, hasta que llegó hambriento y cansado a la parroquia de Villaselán. Allí, en la iglesia, encontró cobijo y refugio para huir de un mundo que se había desmoronado a sus pies. El cura le sorprendió tendido junto a unos matojos que crecían junto al muro de piedra. Al principio se asustó al ver a un desconocido uniformado. Aunque no tardó en averiguar que se trataba de un alemán, no tardó en comprender que aquel hombre que no hablaba su idioma estaba hambriento y que tenía miedo. Le llevó al edificio rectoral y le proporcionó comida. Karl había decidido romper con un pasado lleno de odio, destrucción y ambición personal del Führer. Ya no había marcha atrás. El párroco de Villaselán, fiel guardián del secreto, le dio cobijo durante unos días evitando que nadie supiera de él durante un tiempo. Tras la partida del submarino Karl volvió a ver la luz del sol aunque de otra manera.
Los vecinos le acogieron y le proporcionaron toda la ayuda que su humilde situación les permitía. Karl, dispuesto a comenzar una nueva vida aprendió con rapidez. Arregló una vieja casa de campo abandonada, descubrió los secretos de la agricultura y con el paso de los años sustituyó sus sueños juveniles, de odiseas marinas en todos los mares del mundo por la pesca en la Ría de la preciada robaliza y los calamares, en un pequeño bote en cuyo folio se podía leer un nombre: U-Boote.
Karl Müller, conocido como Carlos ‘O Alemán’, es a los setenta y un años un ribadense más. Habla gallego y castellano, conoce los secretos culinarios del pulpo a feira y del lacón con grelos, entre otras delicias de la buena mesa; lee y hasta se sabe de memoria algunas de las leyendas escritas por Álvaro Cunqueiro; ha recorrido una a una las posesiones del decapitado Mariscal Pardo de Cela; está convencido de que en el Palacio de Ibáñez, actual pazo consistorial, existe oculto un fabuloso tesoro; y tiene la fe suficiente para creer que si San Gonzalo hubiera existido a mediados del siglo XX hubiera hundido uno a uno los barcos de guerra alemanes como hizo con los invasores bárbaros, aunque esta vez sin necesidad de arrodillarse. Y si este Santo no hubiera podido contra la crueldad nazi no había dudado en unir sus esfuerzos a la Maruxaina de San Ciprián, para seducir con su maléfico encanto a los marineros del Tercer Reich.
Ha visto construir el Puente de los Santos; año tras año asiste a primeros de agosto al hoy llamado Municipal Pepe Barrera para presenciar la fiesta del fútbol ribadense, el Emma Cuervo; sube a Santa Cruz el día de la Xira para compartir empanada y ribeiro con sus vecinos y amigos en perfecta armonía con el sonido de la gaita; vio el humo de la máquina del tren minero de Villaodrid que llegaba hasta El Cargadero; se ha bañado en Cabanela y se ha perdido por las calles del barrio de Porcillán hasta llegar a la Atalaya; ve como los nuevos tiempos llegan a la comarca; y hasta se enamoró, se casó - por supuesto en Villaselán - y tuvo tres hijos.
Y todavía hoy se sigue emocionando cuando desde la habitación de su casa en Villaselán ve brillar bajo el sol o abriéndose paso entre las brumas matinales, el tejado de la Torre de los Moreno, símbolo de Ribadeo y de todo el municipio, que se yergue orgullosa ante la imponente Ría. Es el símbolo de un recuerdo que jamás olvidará y de la gratitud que siempre tendrá hacia los ribadenses de aquí y de allá.
Yo creo que me gusta mas el Ribadeo del marino aleman, el del inspector Viaño o el del fantasma de Raimundo que el real del que ando enamorado. si lo llego a saber antes me suscribo a este blog que comprarme un piso en la villa del viejo Pancho.
ResponderEliminarMe hubiera ahorrado un dinero y me hubiera reido mucho mas.
Encantado de haberte encontrado. Magnifico retablo de historias y felicidades por el pregón de la Xira.
Desde madrid un fuerte saludo
Son relatos de hace unos años de un Ribadeo que nada o poco tiene que ver con el de ahora, pero del que estamos enganchados
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