No recuerdo ni el día ni el momento exacto en el que perdí la capacidad de sorpresa al leer la prensa. Hilaridad, no sorpresa, es lo que a estas alturas me causan, por ejemplo, el culebrón de los papeles de Bárcenas, los viajes a Disneylandia a costa de la Gürtel, que en el Parlamento andaluz los diputados traten de subirse los sueldos de tapadillos o que en el Congreso sus señorías disfruten de un afterwork con gin-tonics subvencionados mientras para los demás recetan recortes "agitados, no revueltos".
De hecho, hace mucho tiempo que considero que casi todo es pura farsa. Casi siempre es la misma historia. Unos personajes públicos se esfuerzan porque las cosas no sean lo que parecen y otros no pueden evitar que las corruptelas sean lo que son por mucho que esbocen una sonrisa tan políticamente correcta como de tierra trágame ante la pregunta impertinente y acertada del periodista de turno.
Sin embargo, en este panorama, si hay algo que me llama la atención es que de la bronca social y del juicio popular ya no se salva ni la Casa Real. Allá donde va un miembro de la Casa Real se escuchan silbidos reales y gritos de protesta. No solía pasar. Ya no sólo hay que ver una final de Copa del Rey entre el Barcelona y el Athletic para que los silbidos de los espectadores enmudezcan el himno nacional. Ahora basta cualquier acto oficial de la Casa Real para que alguien proteste o silbe contra una infanta, un principe o un monarca.
En los últimos días ha habido varios ejemplos. Los Príncipes de Asturias soportaron el jueves un bochornoso abucheo de una parte del público del Liceo de Barcelona poco antes de la representación de la ópera El elixir de amor. Esa misma mañana la Infanta Elena presidía una mesa petitoria de Cáritas en la calle Alcalá, en Madrid. En esta ocasión que le acompañara Carlos García Revenga, secretario de las intantas y que está imputado en el Caso Noos, no ayudó mucho. "¡Cuidado, que no se lo lleve Urdangarín!', gritó un viandante al inicio del acto benéfico. Ni siquiera la Reina Doña Sofía se salva del malestar ciudadano. Durante la tradicional inauguración de la Feria del Libro, en el parque del Retiro, aguantó las protestas de un pequeño grupo de personas que gritaban contra la Ley Wert de educación y los recortes.
Estos hechos demuestran que algo ha cambiado. La Casa Real Real ya no es intocable y la monarquía española se enfrenta a un problema de desconfianza ciudadana que hasta ahora era casi inédito. La sociedad demanda transparencia, que se sepa lo que cuesta al erario público esta institución o que los miembros de la Familia Real sean iguales ante la ley como deberíamos ser cualquier hijo de vecino. La más alta institución del Estado está haciendo esfuerzos para adaptarse a la realidad pero queda mucho por hacer. El viento no sopla a favor de la Corona y hasta el juancarlismo (que no es lo mismo que monarquía, para desgracia de los monárquicos de toda la vida) vive en horas bajas, aunque no creo que el Rey de España haya perdido prestigio internacional.
En estos momentos hay quien ve la institución monárquica como un árbol caído y acaricia la posibilidad de hacer leña. Ahora mas que nunca se habla de si sería conveniente la abdicación de Juan Carlos I. Hay quien va más allá y busca una carambola de billar a tres bandas. En medio de este descrédito, al que ha contribuido la propia Casa Real con asuntos tan lamentables como el caso Urdangarin, hay sectores de la sociedad española que sueñan con otra República como solución milagrosa de todos los males. Si me preguntan, les diría que visto lo visto, y con la casta política que nos ha tocado, me gustaría ver algún día en el trono al Príncipe de Asturias. Será que somos de la misma generación, que Don Felipe me cae bien, que se ha preparado para suceder a su padre y que una reina de sangre tan roja como la mía tiene su cosa. Al fin y al cabo, si hemos sido juancarlistas podríamos ser felipistas, no?
Don Juan Carlos tiene la última palabra, se lo ha ganado por méritos propios. Hace tiempo que el monarca comenzó a perder el equilibrio, bien por sus problemas de salud y también por sonoras metuduras de pata como la famosa cacería de Bostwana. Aunque ha sabido rectificar, lo peor es que cada paso que da ahora tiene que medirlo más de la cuenta porque el bosque está muy enredado. En los últimos treinta años el Rey ha sido una figura clave en la convivencia democrática de este país. Pero dejen que les diga una cosa. Errores aparte, que los ha tenido, el Rey no puede dejar de ser esa figura clave. Y menos ahora, por mucho que silben.
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