jueves, 16 de agosto de 2007
‘Don Quijote’ no volará en La Mancha
Hay pocas cosas en La Mancha que no cuenten con la denominación de Don Quijote, el caballero de la triste figura que salió de la imaginación del ilustre alcalaíno Miguel de Cervantes. Hasta hace poco, Don Quijote iba a dar nombre al primer aeropuerto internacional privado que se construye en las tierras manchegas por donde discurren las aventuras del personaje, en concreto en Ciudad Real. El pasado mes de mayo la sociedad promotora CR Aeropuertos anunció un cambio de denominación de la instalación aeroportuaria al mismo tiempo que presentaba la nueva imagen corporativa. De este modo, Don Quijote perdía el avión y era sustituido por un nombre más comercial y con menos referencias literarias: Aeropuerto Madrid Sur Ciudad Real. El objetivo de la sociedad promotora es dirigir la nueva marca comercial a un público más internacional, incluir la palabra Madrid para identificar la capital de España con el aeropuerto y aprovechar “la saturación de Barajas, como indicaron los responsables del aeropuerto ciudadrealeño.No obstante, la denominación ha suscitado polémica tanto en Ciudad Real, como en Madrid, aunque por razones distintas. Ayer mismo, la Comunidad de Madrid anunció que adoptará “todas las medidas necesarias" para evitar que el nuevo aeropuerto de Ciudad Real se denomine Madrid Sur Ciudad Real basándose en que ello “incitaría a confusión y, además, limitaría la capacidad de decisión del Gobierno madrileño a la hora de decidir los nombres de las nuevas infraestructuras aeroportuarias comprometidas".El aeropuerto manchego, situado a poco más de doscientos kilómetros de Madrid, está previsto que opere en el primer trimestre de 2008. Contará además de la zona aeroportuaria con centro logístico que se sustentará en la intermodalidad, gracias a la estación del AVE, 16 vías de ferrocarril para mercancías o acceso inmediato a autovías.
viernes, 10 de agosto de 2007
Babel frutero
Plátanos de Costa Marfil, mandarinas de Sudáfrica, patatas de Israel... Desde luego ir al Súper en los últimos tiempos es lo más más parecido a un Babel hortofrutícola, muy lejano de la recomendación que nos daban hace años nuestros mayores de comer fruta de temporada. Ahora no se sabe porqué, pero es tan normal comer mandarinas en pleno agosto en Madrid, como que los argentinos consuman melón de piel de sapo de Membrilla (Ciudad Real). Con decir que todo es por la tan traída y llevada globalización, o por Rodríguez Zapatero o la Pantoja, todo estaría resuelto, pero no es así. No sé si era mejor pasarse todo el invierno deseando que llegara el verano para comer melón o sandía, aunque lo cierto es que no me veo tomando estos deliciosos productos en enero, aunque cuenten con el toque mágico de Adriá con cebolla caramelizada y esencias de algas con tiras de tiramisú. Puede que algunos les guste.... pero yo me quedo con el melón de toda la vida, el que como mucho comía hasta finales de septiembre y que el frutero me recomendaba. Nunca se equivocaba. Tal vez desde las ciudades se haya perdido la perspectiva rural y de la importancia que tiene el sostenimiento de una forma de vida que permite que en las grandes ciudades la gastronomía brille y que el fast food encarnado por las hamburguesas tenga el color de la huerta. En otras palabras, sin buena materia prima, poco o nada pueden hacer los mejores cocineros del mundo o el cocinillas de la tasca de mi barrio, que lleva años haciendo unas croquetas de matrícula de honor y unos potajes que quitan el hipo. Pero el medio rural está herido porque cada vez es menos rentable. Un agricultor, según el observatorio de precios del Ministerio de Agricultura, recibe 0,50 euros por un kilo de tomates y el consumidor paga por el mismo kilo en supermercados, fruterías e hipermercados como mínimo 2,05 euros. Casi nada. Y así podemos seguir con las cebollas, pepinos, pimientos etc. Con este panorama, vivir del campo es día a día más complicado y cada vez más jóvenes abandonan el medio rural para buscar curre de ocho a tres en la gran ciudad. Claro, que trabajar de sol a sol, a expensas de los efectos de tormentas, heladas, plagas y topillos que arruinen la cosecha es tan duro que pocos son los que quieren seguir la tradición familiar. Mientras tanto, el número de explotaciones agrarias se va reduciendo y ya ni siquiera se hace como antaño, cuando se volvía del pueblo cargado de tomates que saben a tomates o huevos de verdad. Todo tiene un precio, pero al final quien lo paga es el consumidor, que ya prefiere conducir un todo terreno con GPS de última generación antes que ir al pueblo y venir cargado de patatas, que al fin y al cabo, son de la misma cadena que tiene a la vuelta de la esquina de su casa.
sábado, 4 de agosto de 2007
La falsa leyenda de Karl Müller, 'O alemán'
La aventura de un ribadense que nunca existió... o quién sabe
Era el mes de julio de 1942, el Océano Atlántico se había convertido en un mar de locos, y nunca mejor dicho. Chatarra, cascos de barcos, torpedos y muerte se sumergían para siempre en las profundidades, llevándose consigo la incongruencia y la sinrazón del ser humano para enterrarlos en los abismos del mar. Karl Müller, el sonarista, se encontraba a bordo del U-Boote alemán, uno de los terribles submarinos que castigaron una y otra vez, sin misericordia a los barcos de la flota aliada, en especial a los convoyes británicos que intentaban hacer llegar abastecimientos a la cada vez más aislada Inglaterra y al resto de los países aliados desde Estados Unidos. La ofensiva alemana, dirigida por el Almirantazgo a lo largo de ese año había sido total y despiadada, más de 3.760.000 toneladas de barcos aliados habían sido hundidas por el acoso implacable de los terribles submarinos alemanes que tenían todo a su favor frente a los lentos buques de carga y las corbetas que poco podían hacer frente a la precisión de los submarinistas alemanes, más que tratar de mantener la unión de los convoyes.
La última misión del U-Boote, en el que prestaba servicio su servicio Karl fue un éxito total. A lo largo de una semana habían acosado sin descanso, durante una semana, a un convoy compuesto por veinticuatro buques, la mayoría mercantes tipo Liberty, armados con pequeños cañones, que cubrían la ruta del Atlántico Norte desde Halifax, capital de Nueva Escocia (Canadá) hasta el británico puerto de Londonderry, en Irlanda del Norte. El submarino alemán y su flotilla se limitaban durante el día a seguir el rumbo de sus presas, pero era de noche cuando los torpedos que cargaban hacían su trabajo, algo que era relativamente fácil. Ese tipo de convoyes que cubrían la ruta del Atlántico sólo contaba por lo general con un par de corbetas de escolta y rara vez conseguían el apoyo de barcos de guerra de mayor tonelaje y con mayor capacidad de defensa como los destructores. Pero la lucha no era sólo contra los submarinos, también lo era contra la furia de la mar, que en pleno Océano Atlántico se bastaba por si solo para acabar con cualquier barco en un furioso temporal.
En esta ocasión, los submarinos alemanes habían atacado durante seis noches consecutivas y sin descanso al convoy, echando a pique a catorce buques de carga y un petrolero. Este último se hundió en la posición 47º 30’ N/ 20º 12’E, donde había tenido lugar la última batalla, tal y como quedó reflejado en el cuaderno de bitácora. Allí, uno de los torpedos lanzados desde el submarino en el que Karl desempeñaba la función de sonarista impactó de lleno en el casco de un petrolero británico, que en cuestión de segundos se partió en dos y estalló, convirtiendo las aguas del Atlántico Norte en un fantasmagórico escenario de llamas, petróleo derramado y cuerpos humanos mutilados o ardiendo. Los maquinistas y en definitiva, la tripulación, sabían que en caso de ser atacados por un submarino, estar en las entrañas del barco, bien en las máquinas o en los camarotes, era como permanecer en una tumba de la que no había escapatoria. No obstante, esa muerte era más instantánea y menos dolorosa que hacerlo abrasado en el mar, con todo el cuerpo manchado de combustible y esperando que el fuego consuma la vida.
A lo largo de la existencia, y más durante esta cruel guerra, el sacrificio de unos sirvió para que una mayoría pudiese sobrevivir. Así, el hundimiento de aquel petrolero, con las imponentes llamaradas de fuego y las continuas explosiones sirvió para que aprovechando la noche cerrada, el resto del convoy lograra desviar en una hábil maniobra a los alemanes y llegar a su destino final de Londonderry, donde los aliados tenían una de sus bases. Este convoy no había sido muy distinto al último, era uno más. La maniobra para escapar de los alemanes no era ningún capítulo heroico en la vida de aquellos marinos, ni nada que se le pareciese. Sólo era la guerra y el instinto para sobrevivir. El submarino alemán en el que Karl prestaba servicio había zarpado de la base alemana de Brest, en la ocupada Bretaña francesa tan sólo tres semanas antes, y la tripulación sabía que después de ese tiempo y el éxito de sus misiones el retorno a la base era inminente. Pero una inesperada avería mecánica trastocó los planes del capitán del submarino. El agarrotamiento del timón de profundidad provocó que el U-Boote tuviera que retrasar sus planes de regreso a Brest. Era una avería importante porque les impedía sumergirse y en aquellos días si los aviones aliados detectaban su posición corrían serio peligro de ser atacados. Se habían convertido en un blanco demasiado fácil. Ante la imposibilidad de esperar que llegara uno de los barcos de aprovisionamiento, mercantes alemanes denominados Corsarios, el capitán del submarino, tras conocer los detalles de la avería ordenó que fondeara en un lugar de la costa. Así lo hicieron, no sin grandes dificultades para gobernar el barco. Parecía que por unas horas la tensión y el dolor de la guerra habían quedado paralizadas en las retinas de los hombres que convivían dentro del casco del submarino, entre estrecheces e incomodidades, ignorando cuál sería su futuro. El submarino, después de largas horas casi a la deriva y haciendo frente a un moderado temporal, alcanzó la costa española. El capitán sabía que allí no iban a encontrar problemas y que si fondeaban al abrigo de una de las escondidas calas del abrupto litoral Cantábrico podrían reparar la avería y continuar rumbo a Brest.
El U-Boote, tuvo más dificultades de las previstas y durante la bajamar fondeo en la Ensenada de Villaselán, junto a la isla Pancha. Disponían de poco tiempo para subsanar la avería en el timón porque cuanto más tiempo estuvieran allí, a la vista de cualquiera, más posibilidades había de ser atacados por las fuerzas aliadas.
El sonarista, Karl Müller, que era natural de la ciudad hanseática de Bremen, con uno de los puertos más importantes del Mar del Norte, tenía tan sólo 21 años y desde muy joven había heredado la pasión por la mar. Su padre, había pasado la mayor parte de su vida en la mar, encerrado en las salas de máquinas de diversos buques de carga surcando los mares del ancho mundo. Las historias de tempestades, el paso del Estrecho de Magallanes o del terrible Cabo de Hornos, la calma del Pacífico y los amores en cada puerto habían proporcionado al pequeño Karl el espíritu de los auténticos lobos de mar.
Pero la vida casi nunca es como una se la imagina y aunque no por eso había dejado de soñar, sí había perdido la mayor parte de los ideales de juventud, ni siquiera su ciudad, ni su país podían ofrecerle nada en esos momentos. La guerra y los estúpidos ideales nacionalsocialistas habían cortado de cuajo sus proyectos. Se encontraba encerrado, casi enclaustrado en unos escasos metros cuadrados, en un clima asfixiante, sentado largas horas junto a un aparato que había llegado a odiar, el sonar, identificando los fondos marinos y los barcos a través del ruido de las hélices. A muchos pies de profundidad era uno más de los que colaboraban durante la guerra en la hermosa tarea de hundir todos los barcos enemigos que se ponían al alcance del periscopio.
Karl no era muy expresivo ni hablador pero cada vez que escuchaba a sus compañeros de tripulación felicitarse por un nuevo hundimiento entre vítores y gritos de “¡Heil Hitler!”, fruncía el ceño, concentraba la mirada en los botones del sonar mientras en el interior se le retorcían las tripas. Durante la última batalla en el Atlántico había escuchado a través del sonar las explosiones y los desgarradores gritos de los náufragos, marinos como él, que dejaban sus vidas en el mar. Karl dominaba el sonar a la perfección, era difícil que se le escapara algo y con el tiempo que llevaba en submarinos distinguía con extraordinaria precisión un pesquero, un buque-tanque, un acorazado u otro submarino. Durante los casi dos años que llevaba al servicio de la Marina del III Reich pasó del orgullo al odio. Aquella noche, en la que hundieron al petrolero, sintió asco de lo que era y de lo que la guerra había hecho con él, convirtiéndole en un hombre indiferente el dolor y al servicio de la maquinaria de guerra. Un engranaje más. Escuchó en el sonar los gritos desesperados de hombres que en cuestión de segundos iban a convertirse en masas humanas inertes, sin vida. Detrás de todos y cada uno de ellos había una historia personal, una familia, tal vez, hasta unos hijos. Pero de pronto, el silencio de la noche se rompía con el estruendo de una explosión y todo se acababa.
Al ver la costa, Karl sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza, vio la oportunidad de recobrar la libertad y huir de la locura de la guerra. No se lo pensó mucho, y mientras el submarino estaba fondeado, se encaminó a la escotilla de popa, caminó con sigilo por la cubierta del sumergible, se lanzó al mar y alcanzó la costa. El oficial de guardia de la torreta no le vio y cuando advirtieron su desaparición, Karl estaba en tierra firme buscando un escondite seguro, donde no le pudieron encontrar. De todos modos, el capitán prefirió que nadie desembarcase para ir en su busca. Bastante tenía con arreglar la avería y zarpar cuanto antes.
Durante horas anduvo errante por los prados y caminos, temeroso de ser encontrado por sus compatriotas, hasta que llegó hambriento y cansado a la parroquia de Villaselán. Allí, en la iglesia, encontró cobijo y refugio para huir de un mundo que se había desmoronado a sus pies. El cura le sorprendió tendido junto a unos matojos que crecían junto al muro de piedra. Al principio se asustó al ver a un desconocido uniformado. Aunque no tardó en averiguar que se trataba de un alemán, no tardó en comprender que aquel hombre que no hablaba su idioma estaba hambriento y que tenía miedo. Le llevó al edificio rectoral y le proporcionó comida. Karl había decidido romper con un pasado lleno de odio, destrucción y ambición personal del Führer. Ya no había marcha atrás. El párroco de Villaselán, fiel guardián del secreto, le dio cobijo durante unos días evitando que nadie supiera de él durante un tiempo. Tras la partida del submarino Karl volvió a ver la luz del sol aunque de otra manera.
Los vecinos le acogieron y le proporcionaron toda la ayuda que su humilde situación les permitía. Karl, dispuesto a comenzar una nueva vida aprendió con rapidez. Arregló una vieja casa de campo abandonada, descubrió los secretos de la agricultura y con el paso de los años sustituyó sus sueños juveniles, de odiseas marinas en todos los mares del mundo por la pesca en la Ría de la preciada robaliza y los calamares, en un pequeño bote en cuyo folio se podía leer un nombre: U-Boote.
Karl Müller, conocido como Carlos ‘O Alemán’, es a los setenta y un años un ribadense más. Habla gallego y castellano, conoce los secretos culinarios del pulpo a feira y del lacón con grelos, entre otras delicias de la buena mesa; lee y hasta se sabe de memoria algunas de las leyendas escritas por Álvaro Cunqueiro; ha recorrido una a una las posesiones del decapitado Mariscal Pardo de Cela; está convencido de que en el Palacio de Ibáñez, actual pazo consistorial, existe oculto un fabuloso tesoro; y tiene la fe suficiente para creer que si San Gonzalo hubiera existido a mediados del siglo XX hubiera hundido uno a uno los barcos de guerra alemanes como hizo con los invasores bárbaros, aunque esta vez sin necesidad de arrodillarse. Y si este Santo no hubiera podido contra la crueldad nazi no había dudado en unir sus esfuerzos a la Maruxaina de San Ciprián, para seducir con su maléfico encanto a los marineros del Tercer Reich.
Ha visto construir el Puente de los Santos; año tras año asiste a primeros de agosto al hoy llamado Municipal Pepe Barrera para presenciar la fiesta del fútbol ribadense, el Emma Cuervo; sube a Santa Cruz el día de la Xira para compartir empanada y ribeiro con sus vecinos y amigos en perfecta armonía con el sonido de la gaita; vio el humo de la máquina del tren minero de Villaodrid que llegaba hasta El Cargadero; se ha bañado en Cabanela y se ha perdido por las calles del barrio de Porcillán hasta llegar a la Atalaya; ve como los nuevos tiempos llegan a la comarca; y hasta se enamoró, se casó - por supuesto en Villaselán - y tuvo tres hijos.
Y todavía hoy se sigue emocionando cuando desde la habitación de su casa en Villaselán ve brillar bajo el sol o abriéndose paso entre las brumas matinales, el tejado de la Torre de los Moreno, símbolo de Ribadeo y de todo el municipio, que se yergue orgullosa ante la imponente Ría. Es el símbolo de un recuerdo que jamás olvidará y de la gratitud que siempre tendrá hacia los ribadenses de aquí y de allá.
Era el mes de julio de 1942, el Océano Atlántico se había convertido en un mar de locos, y nunca mejor dicho. Chatarra, cascos de barcos, torpedos y muerte se sumergían para siempre en las profundidades, llevándose consigo la incongruencia y la sinrazón del ser humano para enterrarlos en los abismos del mar. Karl Müller, el sonarista, se encontraba a bordo del U-Boote alemán, uno de los terribles submarinos que castigaron una y otra vez, sin misericordia a los barcos de la flota aliada, en especial a los convoyes británicos que intentaban hacer llegar abastecimientos a la cada vez más aislada Inglaterra y al resto de los países aliados desde Estados Unidos. La ofensiva alemana, dirigida por el Almirantazgo a lo largo de ese año había sido total y despiadada, más de 3.760.000 toneladas de barcos aliados habían sido hundidas por el acoso implacable de los terribles submarinos alemanes que tenían todo a su favor frente a los lentos buques de carga y las corbetas que poco podían hacer frente a la precisión de los submarinistas alemanes, más que tratar de mantener la unión de los convoyes.
La última misión del U-Boote, en el que prestaba servicio su servicio Karl fue un éxito total. A lo largo de una semana habían acosado sin descanso, durante una semana, a un convoy compuesto por veinticuatro buques, la mayoría mercantes tipo Liberty, armados con pequeños cañones, que cubrían la ruta del Atlántico Norte desde Halifax, capital de Nueva Escocia (Canadá) hasta el británico puerto de Londonderry, en Irlanda del Norte. El submarino alemán y su flotilla se limitaban durante el día a seguir el rumbo de sus presas, pero era de noche cuando los torpedos que cargaban hacían su trabajo, algo que era relativamente fácil. Ese tipo de convoyes que cubrían la ruta del Atlántico sólo contaba por lo general con un par de corbetas de escolta y rara vez conseguían el apoyo de barcos de guerra de mayor tonelaje y con mayor capacidad de defensa como los destructores. Pero la lucha no era sólo contra los submarinos, también lo era contra la furia de la mar, que en pleno Océano Atlántico se bastaba por si solo para acabar con cualquier barco en un furioso temporal.
En esta ocasión, los submarinos alemanes habían atacado durante seis noches consecutivas y sin descanso al convoy, echando a pique a catorce buques de carga y un petrolero. Este último se hundió en la posición 47º 30’ N/ 20º 12’E, donde había tenido lugar la última batalla, tal y como quedó reflejado en el cuaderno de bitácora. Allí, uno de los torpedos lanzados desde el submarino en el que Karl desempeñaba la función de sonarista impactó de lleno en el casco de un petrolero británico, que en cuestión de segundos se partió en dos y estalló, convirtiendo las aguas del Atlántico Norte en un fantasmagórico escenario de llamas, petróleo derramado y cuerpos humanos mutilados o ardiendo. Los maquinistas y en definitiva, la tripulación, sabían que en caso de ser atacados por un submarino, estar en las entrañas del barco, bien en las máquinas o en los camarotes, era como permanecer en una tumba de la que no había escapatoria. No obstante, esa muerte era más instantánea y menos dolorosa que hacerlo abrasado en el mar, con todo el cuerpo manchado de combustible y esperando que el fuego consuma la vida.
A lo largo de la existencia, y más durante esta cruel guerra, el sacrificio de unos sirvió para que una mayoría pudiese sobrevivir. Así, el hundimiento de aquel petrolero, con las imponentes llamaradas de fuego y las continuas explosiones sirvió para que aprovechando la noche cerrada, el resto del convoy lograra desviar en una hábil maniobra a los alemanes y llegar a su destino final de Londonderry, donde los aliados tenían una de sus bases. Este convoy no había sido muy distinto al último, era uno más. La maniobra para escapar de los alemanes no era ningún capítulo heroico en la vida de aquellos marinos, ni nada que se le pareciese. Sólo era la guerra y el instinto para sobrevivir. El submarino alemán en el que Karl prestaba servicio había zarpado de la base alemana de Brest, en la ocupada Bretaña francesa tan sólo tres semanas antes, y la tripulación sabía que después de ese tiempo y el éxito de sus misiones el retorno a la base era inminente. Pero una inesperada avería mecánica trastocó los planes del capitán del submarino. El agarrotamiento del timón de profundidad provocó que el U-Boote tuviera que retrasar sus planes de regreso a Brest. Era una avería importante porque les impedía sumergirse y en aquellos días si los aviones aliados detectaban su posición corrían serio peligro de ser atacados. Se habían convertido en un blanco demasiado fácil. Ante la imposibilidad de esperar que llegara uno de los barcos de aprovisionamiento, mercantes alemanes denominados Corsarios, el capitán del submarino, tras conocer los detalles de la avería ordenó que fondeara en un lugar de la costa. Así lo hicieron, no sin grandes dificultades para gobernar el barco. Parecía que por unas horas la tensión y el dolor de la guerra habían quedado paralizadas en las retinas de los hombres que convivían dentro del casco del submarino, entre estrecheces e incomodidades, ignorando cuál sería su futuro. El submarino, después de largas horas casi a la deriva y haciendo frente a un moderado temporal, alcanzó la costa española. El capitán sabía que allí no iban a encontrar problemas y que si fondeaban al abrigo de una de las escondidas calas del abrupto litoral Cantábrico podrían reparar la avería y continuar rumbo a Brest.
El U-Boote, tuvo más dificultades de las previstas y durante la bajamar fondeo en la Ensenada de Villaselán, junto a la isla Pancha. Disponían de poco tiempo para subsanar la avería en el timón porque cuanto más tiempo estuvieran allí, a la vista de cualquiera, más posibilidades había de ser atacados por las fuerzas aliadas.
El sonarista, Karl Müller, que era natural de la ciudad hanseática de Bremen, con uno de los puertos más importantes del Mar del Norte, tenía tan sólo 21 años y desde muy joven había heredado la pasión por la mar. Su padre, había pasado la mayor parte de su vida en la mar, encerrado en las salas de máquinas de diversos buques de carga surcando los mares del ancho mundo. Las historias de tempestades, el paso del Estrecho de Magallanes o del terrible Cabo de Hornos, la calma del Pacífico y los amores en cada puerto habían proporcionado al pequeño Karl el espíritu de los auténticos lobos de mar.
Pero la vida casi nunca es como una se la imagina y aunque no por eso había dejado de soñar, sí había perdido la mayor parte de los ideales de juventud, ni siquiera su ciudad, ni su país podían ofrecerle nada en esos momentos. La guerra y los estúpidos ideales nacionalsocialistas habían cortado de cuajo sus proyectos. Se encontraba encerrado, casi enclaustrado en unos escasos metros cuadrados, en un clima asfixiante, sentado largas horas junto a un aparato que había llegado a odiar, el sonar, identificando los fondos marinos y los barcos a través del ruido de las hélices. A muchos pies de profundidad era uno más de los que colaboraban durante la guerra en la hermosa tarea de hundir todos los barcos enemigos que se ponían al alcance del periscopio.
Karl no era muy expresivo ni hablador pero cada vez que escuchaba a sus compañeros de tripulación felicitarse por un nuevo hundimiento entre vítores y gritos de “¡Heil Hitler!”, fruncía el ceño, concentraba la mirada en los botones del sonar mientras en el interior se le retorcían las tripas. Durante la última batalla en el Atlántico había escuchado a través del sonar las explosiones y los desgarradores gritos de los náufragos, marinos como él, que dejaban sus vidas en el mar. Karl dominaba el sonar a la perfección, era difícil que se le escapara algo y con el tiempo que llevaba en submarinos distinguía con extraordinaria precisión un pesquero, un buque-tanque, un acorazado u otro submarino. Durante los casi dos años que llevaba al servicio de la Marina del III Reich pasó del orgullo al odio. Aquella noche, en la que hundieron al petrolero, sintió asco de lo que era y de lo que la guerra había hecho con él, convirtiéndole en un hombre indiferente el dolor y al servicio de la maquinaria de guerra. Un engranaje más. Escuchó en el sonar los gritos desesperados de hombres que en cuestión de segundos iban a convertirse en masas humanas inertes, sin vida. Detrás de todos y cada uno de ellos había una historia personal, una familia, tal vez, hasta unos hijos. Pero de pronto, el silencio de la noche se rompía con el estruendo de una explosión y todo se acababa.
Al ver la costa, Karl sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza, vio la oportunidad de recobrar la libertad y huir de la locura de la guerra. No se lo pensó mucho, y mientras el submarino estaba fondeado, se encaminó a la escotilla de popa, caminó con sigilo por la cubierta del sumergible, se lanzó al mar y alcanzó la costa. El oficial de guardia de la torreta no le vio y cuando advirtieron su desaparición, Karl estaba en tierra firme buscando un escondite seguro, donde no le pudieron encontrar. De todos modos, el capitán prefirió que nadie desembarcase para ir en su busca. Bastante tenía con arreglar la avería y zarpar cuanto antes.
Durante horas anduvo errante por los prados y caminos, temeroso de ser encontrado por sus compatriotas, hasta que llegó hambriento y cansado a la parroquia de Villaselán. Allí, en la iglesia, encontró cobijo y refugio para huir de un mundo que se había desmoronado a sus pies. El cura le sorprendió tendido junto a unos matojos que crecían junto al muro de piedra. Al principio se asustó al ver a un desconocido uniformado. Aunque no tardó en averiguar que se trataba de un alemán, no tardó en comprender que aquel hombre que no hablaba su idioma estaba hambriento y que tenía miedo. Le llevó al edificio rectoral y le proporcionó comida. Karl había decidido romper con un pasado lleno de odio, destrucción y ambición personal del Führer. Ya no había marcha atrás. El párroco de Villaselán, fiel guardián del secreto, le dio cobijo durante unos días evitando que nadie supiera de él durante un tiempo. Tras la partida del submarino Karl volvió a ver la luz del sol aunque de otra manera.
Los vecinos le acogieron y le proporcionaron toda la ayuda que su humilde situación les permitía. Karl, dispuesto a comenzar una nueva vida aprendió con rapidez. Arregló una vieja casa de campo abandonada, descubrió los secretos de la agricultura y con el paso de los años sustituyó sus sueños juveniles, de odiseas marinas en todos los mares del mundo por la pesca en la Ría de la preciada robaliza y los calamares, en un pequeño bote en cuyo folio se podía leer un nombre: U-Boote.
Karl Müller, conocido como Carlos ‘O Alemán’, es a los setenta y un años un ribadense más. Habla gallego y castellano, conoce los secretos culinarios del pulpo a feira y del lacón con grelos, entre otras delicias de la buena mesa; lee y hasta se sabe de memoria algunas de las leyendas escritas por Álvaro Cunqueiro; ha recorrido una a una las posesiones del decapitado Mariscal Pardo de Cela; está convencido de que en el Palacio de Ibáñez, actual pazo consistorial, existe oculto un fabuloso tesoro; y tiene la fe suficiente para creer que si San Gonzalo hubiera existido a mediados del siglo XX hubiera hundido uno a uno los barcos de guerra alemanes como hizo con los invasores bárbaros, aunque esta vez sin necesidad de arrodillarse. Y si este Santo no hubiera podido contra la crueldad nazi no había dudado en unir sus esfuerzos a la Maruxaina de San Ciprián, para seducir con su maléfico encanto a los marineros del Tercer Reich.
Ha visto construir el Puente de los Santos; año tras año asiste a primeros de agosto al hoy llamado Municipal Pepe Barrera para presenciar la fiesta del fútbol ribadense, el Emma Cuervo; sube a Santa Cruz el día de la Xira para compartir empanada y ribeiro con sus vecinos y amigos en perfecta armonía con el sonido de la gaita; vio el humo de la máquina del tren minero de Villaodrid que llegaba hasta El Cargadero; se ha bañado en Cabanela y se ha perdido por las calles del barrio de Porcillán hasta llegar a la Atalaya; ve como los nuevos tiempos llegan a la comarca; y hasta se enamoró, se casó - por supuesto en Villaselán - y tuvo tres hijos.
Y todavía hoy se sigue emocionando cuando desde la habitación de su casa en Villaselán ve brillar bajo el sol o abriéndose paso entre las brumas matinales, el tejado de la Torre de los Moreno, símbolo de Ribadeo y de todo el municipio, que se yergue orgullosa ante la imponente Ría. Es el símbolo de un recuerdo que jamás olvidará y de la gratitud que siempre tendrá hacia los ribadenses de aquí y de allá.
Pregón de la Xira a Santa Cruz
Cine-Teatro de Ribadeo. 6 agosto de 1994
- Pero, Pancho, ¿cómo te has fijado en mi para que pronuncie el pregón? -le pregunté inmediatamente sorprendido por tan inesperado ofrecimiento.
- ¿Y por qué no?, -me respondió en una contestación muy a la gallega- hay que dar paso a las nuevas generaciones.
Lo cierto es que ha pasado un año casi desde entonces y aquí me tienen, pronunciando el pregón de un día de fiesta tan significativo y enraizado para Ribadeo y para toda la comarca galaico-astur como es la Xira a Santa Cruz y el Día de la Gaita.
Pasado un tiempo, una vez que había aceptado la propuesta de ser el pregonero de tan señalada fiesta me puse a pensar en un aspecto que a priori parece muy sencillo y si me apuran, evidente, pero que es más complicado de lo que pudiera parecer.Y esta cuestión no es otra que la siguiente: ¿cómo se hace un pregón?
Jamás en mi vida he escrito ni pronunciado discurso o pregón alguno, por eso espero que tengan la suficiente paciencia para disculpar los errores que pudiera cometer. Ignoro si está será mi primera y única experiencia en estas lides, lo que sí les puedo decir es que a falta de Manuales o Métodos para escribir pregones me he dejado guiar por mis instintos y mis sentimientos. Les aseguro que me siento tan nervioso como el día que me examiné de Selectividad pero espero que el resultado sea de su agrado porque he depositado todo mi cariño en estas líneas. Si existe alguien extrañado por estar aquí afrontando una responsabilidad como la de pronunciar este pregón ese soy yo, porque no reúno mérito alguno para hacerme merecedor de tan alto honor.
Desde que en el año 1980 José Juan Suárez Acevedo pronunciase el primer pregón con motivo de la Xira a Santa Cruz y el Día de la Gaita han sido muchas las personalidades vinculadas a Ribadeo que han ejercido como pregoneros. Todos ellos, ilustres y dignos, llenos de experiencia y de virtudes difíciles de igualar. Repito que ignoro los méritos que la Sociedad de Amigos da Gaita habrá visto en mí para designarme pregonero en la presente edición, porque estoy muy lejos, tanto en mi trayectoria profesional como personal, de todos los que me han precedido en esta tribuna pública. Aunque si puedo presumir de tener algo en común con ellos y con todos los que están relacionados a esta hermosa villa y a su municipio: mi amor a Ribadeo, a su paisaje y a sus gentes.
Para mí es un motivo de orgullo encontrarme aquí frente a ustedes, o tal vez sería mejor decir, con ustedes, pronunciando estas palabras, porque no nací aquí, en Ribadeo y ni siquiera en Galicia. A pesar de ello siempre proclamé mi ribadensismo aunque ahora no voy a aclararles las razones de ello. Según donde me encuentre soy bien un madrileño en Ribadeo o bien un ribadense en Madrid, pero como les acabo de decir, es una anécdota que pertenece a mi vida.
Jamás renuncié a mi lugar de nacimiento -no nací en Ribadeo por unos días, al menos eso me dijeron- pero desde que era muy pequeño mis padres y mis abuelos, a los que si me lo permiten quiero dedicar un pequeño recuerdo, me enseñaron a ser de Ribadeo. Y así es, he pasado media vida deseando que llegara el día y la hora para viajar a Ribadeo y la otra media deseando que no llegara el momento de abandonarlo.
Pero por encima de todos estos sentimientos personales hay algo mucho más importante, algo con más valor que las palabras que dan forma y vida a este pregón. Y no es otra cosa que el simple hecho de estar aquí un año más, compartiendo en este singular acto nuestra alegría de vivir y las ganas de compartir la romería en toda su intensidad. Cuando mañana lleguemos a la altura del monolito de piedra que lleva la inscripción de Corredoira de Carlos y Amando Suárez Couto, al comienzo de la última cuesta antes de llegar a Santa Cruz, otro año en nuestras vidas habrá pasado pero nuestra ilusión por celebrar esta importante romería acompañados por el eco de las notas de la gaita permanecerá tal cual, intacta.
Agosto tras agosto, el primer domingo, se juntan en Santa Cruz, junto al inmortal Gaitero de piedra cincelado por el escultor orensano Failde, única obra en su género que existe en Galicia, todos los gaiteros, los del ayer, los del presente y los del futuro. Y con ellos, cientos de personas y familias. Gente honesta, admiradora de la buena mesa, del mejor del vino y de las costumbres tradicionales, que expresan un sentimiento común al que aludía hace unos instantes, la alegría de vivir. Sólo así se puede entender esta fiesta que nació hace tantos años en Ribadeo y de la que mantenemos la llama encendida con toda su fuerza.
La Xira a Santa Cruz y el Día de la Gaita, surgieron hace años atrás gracias al impulso y al esfuerzo de un grupo de emprendedores ribadenses, entre los que se encontraban dos personas cuyo nombre no puedo ni debo omitir: Carlos y Amando Suárez Couto. Con el paso de los años la Sociedad de Amigos de la Gaita se ha encargado de recordarnos que cada primer domingo de agosto todos tenemos una cita en ese pequeño lugar del paraíso llamado Santa Cruz, rodeado de pinos, acacias y eucaliptos, desde el que se observa a modo de ventana la puerta Norte y la llave de Galicia, Ribadeo, en un paisaje casi único dominado por la hermosa contemplación de la Ría.
Este día, en el que todos nos levantamos con el estruendo de las potentes bombas de palenque mientras la gaita alegra las rúas ribadenses invitándonos a subir a Santa Cruz, constituye sin lugar a dudas una jornada de exaltación de un instrumento, la gaita, una ancestral cornamusa cuyo origen todavía no está muy claro. Al mismo tiempo es una evocación de la galleguidad en una de sus expresiones más populares, la de la romería.
En Santa Cruz, bebemos, comemos y bailamos bajo los cantos de las gaitas, manteniendo una identidad y una tradición que da sentido a la colectividad. En mesas improvisadas o en manteles extendidos sobre el suelo tienen cabida las empanadas, las tortillas, la carne asada, los quesos y las tartas, así como otros exquisitos manjares, que saciarán el apetito de todos. El ribeiro y la sidra asturiana se encargarán de calmar la sed y la queimada prolongará el almuerzo hasta que la noche se deje caer cadenciosa sobre los árboles, los toxos y la hierba envolviendo el inmortal Gaitero de piedra. Un gaitero que no es anónimo para ninguno de nosotros porque bajo sus pies nos reúne año tras año para escuchar cómo el viento, casi siempre nordeste, hincha su pétrea gaita y la convierte en una música de tonos agudos que viaja a los cuatro puntos cardinales.
No podía existir mejor sitio que Santa Cruz para instalar un monumento al Gaitero, en ese mirador privilegiado sobre la Ría, un lugar tranquilo y bucólico como ninguno. Allí, como si se tratara de la famosa Fraga de Cecebre, -“... bosque inculto, entregado a sí mismo, en el que se mezclan variadas especies de árboles”- inmortalizada por Wenceslao Fernández Flórez en El bosque animado, el vivificador nordeste acaricia la figura del pétreo gaitero que se alza serena sobre la Ría y sobre las siluetas de Figueras y Castropol, pueblos tan parecidos a Ribadeo, pero tan distintos...
La gaita siempre ha estado unida a la diversión popular de Galicia, a sus tradiciones a su identidad y a sus sentimientos, nunca al servicio de intereses mercantilistas. De hecho la sabiduría popular gallega tiene un refrán que dice así: “Gaiteiro pago, nunca ben toca”.
La gaita es un instrumento unido de manera intrínseca a nuestro espíritu y que ha sabido convertir en música los sentimientos más profundos. Unas veces canta y otras llora; en unas ocasiones el roncón, el soplete y el fol convierten el viento en alegría y en otras en melancólicos lamentos.
Pocos instrumentos han sabido expresar con tanta precisión estados anímicos del ser humano como la saudade, el dolor, la soledad, el amor o la morriña. Y más para un pueblo como el gallego que ha vivido en la diáspora de la emigración, ganándose el pan de cada día a cientos de kilómetros de su casa, añorando la tierra que le vio crecer. Ribadeo no ha sido ajeno a ello y tal vez de ahí ha heredado un talante globalizador y hospitalario, que me atrevería a afirmar tiene una de sus máximas expresiones en el Día de la Xira a Santa Cruz y de la Gaita.
Ese instrumento está viviendo en estos tiempos un momento de esplendor y en la actualidad existen más gaiteros en Galicia que en Escocia, uno de los siete países de origen celta, en los que el sonido de la gaita ocupa un lugar predominante en cuantos actos oficiales o privados se realizan.
Aunque el origen de la gaita no se tiene muy claro una de las noticias más antiguas que se tienen sobre la existencia de un instrumento similar data del año 400 antes de Cristo, acerca de una cornamusa originaria de Grecia cuyo fuelle era de piel de perro. En España, una de las primeras representaciones de tañedores de gaita aparece en las miniaturas de los códices de las Cantigas de Alfonso X El Sabio. En los siglos XIV y XV los gaiteros eran músicos profesionales. Tres centurias después, la gaita empieza a acompañar danzas profanas y a comienzos del siglo XIX los autores del rexurdimiento de la cultura gallega realizan abundantes referencias a los gaiteiros en sus obras.
La gaita tiene fuertes raíces en Ribadeo según afirma Francisco Lanza en su Ribadeo Antiguo con estas palabras: “la gaita era la música obligada en cuantas diversiones había. Ya queda dicho en un anterior capítulo, que en los concejos públicos de primeros de año -Francisco Lanza se está refiriendo a principios del siglo XVIII- se nombraba siempre un gaitero, al son de cuyo instrumento desfilaban las cofradías y hacían los gremios sus danzas”.
Desde antaño Ribadeo ha tenido una enorme tradición gaitera y como prueba de ello no existe mejor unión que la que tiene lugar cada primer domingo de agosto, una simbiosis casi perfecta entre la gaita y la romería. Por eso no puedo dejar de ensalzar, cuando se cumple el centenario de su nacimiento a Amando Suárez Couto, ilustre pintor ribadense que junto a su hermano Carlos, dio vida a una fiesta que llega hasta nuestros días.
Durante toda su existencia estuvo vinculado a Ribadeo, villa y municipio. A principios de los años sesenta, mientras un grupo de jóvenes de Liverpool llamado Los Beatles revolucionaba el panorama de la música en el mundo entero, Amando veía cumplido su sueño particular, su propia revolución personal. Entonces creó la agrupación femenina de gaitas Saudade, denominado con posterioridad Follas Novas, ya con participación mixta. Por otra parte en lo que a su actividad artística se refiere sus cuadros e ilustraciones gozan de un enorme valor tanto dentro como fuera de Ribadeo.
Cada vez que oigamos el roncón del gaitero de piedra de Santa Cruz el también lo escuchará. Nos dejaremos llevar por la belleza de esas tierras verdes, húmedas y serenas, llenas de misterios profundos, bruxos y leyendas. Tierras que parecen modeladas por las necesidades del hombre y que el pincel del maestro inmortalizó en sus pinturas.
Los hermanos Suárez Couto, junto a los primeros Amigos de la Gaita, embriagados por la hermosa vista de la Ría que se divisa desde Santa Cruz, crearon esta Romería que perdura hasta nuestros días. Han pasado más de treinta años desde que se celebró la primera Xira y todos los ribadenses o forasteros que suben a Santa Cruz, prendados por la belleza del paisaje, sienten año tras año las mismas sensaciones que ellos experimentaron.
Ribadeo ha cambiado mucho en sus últimos tiempos, en especial en su fisonomía, tanto urbanística como paisajística, pero ahora no voy a entrar a valorar esos cambios. El paso de los años es inevitable para todos y el progreso muchas veces acaba con costumbres y tradiciones que parecen no tener cabida en el mundo moderno, el de la sociedad de consumo. La falta de ilusión primero, luego el recuerdo y, por último, el olvido forman parte de un proceso degenerativo de las cosas. Ahí radica el valor de la Xira a Santa Cruz y del Día de la Gaita, fiesta declarada de interés turístico, que permanece con el paso de los años gracias a todos ustedes y al esfuerzo de un activo grupo de personas que trabaja de manera desinteresada para que ni Ribadeo ni Galicia pierdan sus raíces.
Antes de remata-las miñas verbas gustaríame pedirlles unha cousa, en especial ós máis xoves, os representantes das novas xeracións, nos que Pancho Maseda e tóda a Sociedade de Amigos da Gaita teñen depositadas as súas espreitas: subide a Santa Cruz. Pode que soe a tópico, pero por unha vez, por un día, ímos olvidarnos dos nosos problemas diarios e das nosas liortas cotiáns. Subamos a Santa Cruz e disfrutemos en harmonia deste día.
Fagamos de mañá unha xornada especial, rindamos homaxe á gaita e a tódolos gaiteiros, a boa mesa, a mellor bebida e á alegría de vivir. O luns será outro día, o día despois,... pero esa é outra historia.
Cariño, has vuelto a beber
Las Fiestas Patronales habían terminado y tras el correspondiente día de resaca me disponía a prepararme para pasar el largo invierno de la mejor manera posible. Mi esposa, en la cocina como de costumbre, se esforzaba para ofrecer lo mejor de su arte culinario. Yo, mientras tanto, no tenía otra cosa mejor que hacer que ir a pasear antes de cenar y alternar en los bares con algún superviviente de las fiestas.
Con unos pesos en los bolsillos salí de casa bien pertrechado porque afuera había una intensa niebla que no dejaba ver un palmo más allá de mis propias narices. La humedad calaba mis huesos y creo que también mis ideas porque les aseguro que lo que les voy a contar me sucedió realmente durante esa noche de septiembre. ¿O tal vez no?
No había muchos bares abiertos, pues la mayoría de ellos habían aprovechado la conclusión de las fiestas para colgar el consabido cartel de “cerrado por vacaciones”. Créanme que la tarea de encontrar una taberna abierta fue difícil, pero como quien la busca la consigue, al final entré en una que se encontraba detrás del Ayuntamiento, junto al viejo convento franciscano. Andaba un poco despistado, no sé si por la niebla, la resaca festera o por qué razón pero lo cierto es que no me sonaba mucho esa taberna. No obstante, daba igual un bar u otro, mientras hubiera vino. - No sabía que hubiera aquí un bar -me dije extrañado- Bueno, da igual, cualquier sitio es bueno para tomar un xoven.
Cuando entré me asaltó una duda: ¿quién es más tenebroso el bar o el camarero?. Todo era antiguo, los vasos, las sillas,... y por si esto fuera poco el olor, un penetrante aroma que jamás había sentido en mi vida. Lo más curioso es que ni siquiera había botellas, y el camarero que sólo abrió la boca para preguntar qué deseaba tomar, servía el vino directamente de unos inmensos garrafones a los vasos. Desde luego, nunca lo había por allí pero, daba igual.
Además del camarero, había otra persona en el local. Su aire era un poco misterioso, envuelto en una capa azul, apenas podía adivinar su rostro. Sus ojos tenían una intensa mirada y una perilla rodeaba su boca. Nunca fui bueno para adivinar las edades de las personas pero supongo que tendría alrededor de los sesenta años, al menos era lo que aparentaba.
Reconozco que cuando le oí hablar un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su voz era profunda, sosegada y utilizaba unas palabras que me resultaban propias de otros tiempos aunque su acento era de allí, sin duda. A pesar de todo decidí iniciar una conversación con él y para romper el fuego nada mejor que hablar fútbol, algo muy común en cualquier bar -del tiempo, y en especial del que había hecho a lo largo del verano, era mejor no hacerlo-.
- Este es el año el Deportivo de La Coruña, ¿ no cree, caballero? -le pregunté esperando una rápida contestación. El misterioso hombre en cuestión asintió con la cabeza y se limitó a decirme que no podía entender ese juego.
- Me llamo Raimundo, ¿ y usted?
- Francisco, Francisco Pousada, para servirle- le dije.
El hombre parecía muy cordial e intuí que tenía ganas de conversar, así que le pregunté por las fiestas que acabábamos de vivir.
- Es una pena que las Fiestas se hayan terminado pero han sido espléndidas.
- Sí, pero de todas maneras he vivido tantas que... no sé, demasiado ruido, demasiado bullicio de gente- me contestó.
La verdad es que Raimundo tenía una conversación muy agradable y a tenor de sus palabras era un buen conocedor de Ribadeo y de la zona aunque jamás le había visto por allí. A pesar de eso me confesó que llevaba muchos, muchos años viviendo en la villa, más de los que yo era capaz de imaginar, vagando como un alma en pena por sus rúas y los recónditos callejones del Ribadeo antiguo -confesó que la parte nueva prefería no visitarla-, viendo como pasa el tiempo y como cambian las modas. No le presté más atención que la que se puede tener al quinto vino pero proseguimos con nuestro diálogo. Me aseguró que había nacido en Santa Eulalia de Oscos, en la comarca de Castropol, y que se había instalado en la próspera y comercial villa de Ribadeo, donde poseía un pazo de estilo neoclásico del siglo XVIII.
- Allí custodio un magnífico tesoro que unos dicen que existe y otros que no. Pero le aseguro que ningún mortal ha visto jamás tanta riqueza reunida.
Dicho esto se despidió de mí agradeciendo estos momentos de charla y me aseguró que jamás volveríamos a vernos. Me quedé sin palabras y sin capacidad de reacción. No sé si fueron los efectos del vino o qué pero por un momento pensé que estaba junto al fantasma del Marqués de Sargadelos, el industrial ilustrado que a finales del siglo XVIII montó una de las fábricas de ollas y cerámica más prósperas de Galicia. Se lo quise preguntar pero ya era demasiado tarde, nunca destaqué por mi rapidez mental. Envuelto en la capa había salido de la taberna perdiéndose bajo la espesa niebla que no dejaba ver más de un palmo en las narices. Salí detrás de él pero no le vi y cuando quise entrar de nuevo en el local no pude, no encontraba la puerta, había desaparecido.
Extrañado, sorprendido, regresé a mi casa donde mi mujer esperaba inquieta por mi tardanza y con la cena fría. Cuando le conté la historia no se creyó ni una sola palabra, clavó los ojos en mi rostro y sólo se limitó a decir un escueto: - Cariño, has vuelto a beber.
Con unos pesos en los bolsillos salí de casa bien pertrechado porque afuera había una intensa niebla que no dejaba ver un palmo más allá de mis propias narices. La humedad calaba mis huesos y creo que también mis ideas porque les aseguro que lo que les voy a contar me sucedió realmente durante esa noche de septiembre. ¿O tal vez no?
No había muchos bares abiertos, pues la mayoría de ellos habían aprovechado la conclusión de las fiestas para colgar el consabido cartel de “cerrado por vacaciones”. Créanme que la tarea de encontrar una taberna abierta fue difícil, pero como quien la busca la consigue, al final entré en una que se encontraba detrás del Ayuntamiento, junto al viejo convento franciscano. Andaba un poco despistado, no sé si por la niebla, la resaca festera o por qué razón pero lo cierto es que no me sonaba mucho esa taberna. No obstante, daba igual un bar u otro, mientras hubiera vino. - No sabía que hubiera aquí un bar -me dije extrañado- Bueno, da igual, cualquier sitio es bueno para tomar un xoven.
Cuando entré me asaltó una duda: ¿quién es más tenebroso el bar o el camarero?. Todo era antiguo, los vasos, las sillas,... y por si esto fuera poco el olor, un penetrante aroma que jamás había sentido en mi vida. Lo más curioso es que ni siquiera había botellas, y el camarero que sólo abrió la boca para preguntar qué deseaba tomar, servía el vino directamente de unos inmensos garrafones a los vasos. Desde luego, nunca lo había por allí pero, daba igual.
Además del camarero, había otra persona en el local. Su aire era un poco misterioso, envuelto en una capa azul, apenas podía adivinar su rostro. Sus ojos tenían una intensa mirada y una perilla rodeaba su boca. Nunca fui bueno para adivinar las edades de las personas pero supongo que tendría alrededor de los sesenta años, al menos era lo que aparentaba.
Reconozco que cuando le oí hablar un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su voz era profunda, sosegada y utilizaba unas palabras que me resultaban propias de otros tiempos aunque su acento era de allí, sin duda. A pesar de todo decidí iniciar una conversación con él y para romper el fuego nada mejor que hablar fútbol, algo muy común en cualquier bar -del tiempo, y en especial del que había hecho a lo largo del verano, era mejor no hacerlo-.
- Este es el año el Deportivo de La Coruña, ¿ no cree, caballero? -le pregunté esperando una rápida contestación. El misterioso hombre en cuestión asintió con la cabeza y se limitó a decirme que no podía entender ese juego.
- Me llamo Raimundo, ¿ y usted?
- Francisco, Francisco Pousada, para servirle- le dije.
El hombre parecía muy cordial e intuí que tenía ganas de conversar, así que le pregunté por las fiestas que acabábamos de vivir.
- Es una pena que las Fiestas se hayan terminado pero han sido espléndidas.
- Sí, pero de todas maneras he vivido tantas que... no sé, demasiado ruido, demasiado bullicio de gente- me contestó.
La verdad es que Raimundo tenía una conversación muy agradable y a tenor de sus palabras era un buen conocedor de Ribadeo y de la zona aunque jamás le había visto por allí. A pesar de eso me confesó que llevaba muchos, muchos años viviendo en la villa, más de los que yo era capaz de imaginar, vagando como un alma en pena por sus rúas y los recónditos callejones del Ribadeo antiguo -confesó que la parte nueva prefería no visitarla-, viendo como pasa el tiempo y como cambian las modas. No le presté más atención que la que se puede tener al quinto vino pero proseguimos con nuestro diálogo. Me aseguró que había nacido en Santa Eulalia de Oscos, en la comarca de Castropol, y que se había instalado en la próspera y comercial villa de Ribadeo, donde poseía un pazo de estilo neoclásico del siglo XVIII.
- Allí custodio un magnífico tesoro que unos dicen que existe y otros que no. Pero le aseguro que ningún mortal ha visto jamás tanta riqueza reunida.
Dicho esto se despidió de mí agradeciendo estos momentos de charla y me aseguró que jamás volveríamos a vernos. Me quedé sin palabras y sin capacidad de reacción. No sé si fueron los efectos del vino o qué pero por un momento pensé que estaba junto al fantasma del Marqués de Sargadelos, el industrial ilustrado que a finales del siglo XVIII montó una de las fábricas de ollas y cerámica más prósperas de Galicia. Se lo quise preguntar pero ya era demasiado tarde, nunca destaqué por mi rapidez mental. Envuelto en la capa había salido de la taberna perdiéndose bajo la espesa niebla que no dejaba ver más de un palmo en las narices. Salí detrás de él pero no le vi y cuando quise entrar de nuevo en el local no pude, no encontraba la puerta, había desaparecido.
Extrañado, sorprendido, regresé a mi casa donde mi mujer esperaba inquieta por mi tardanza y con la cena fría. Cuando le conté la historia no se creyó ni una sola palabra, clavó los ojos en mi rostro y sólo se limitó a decir un escueto: - Cariño, has vuelto a beber.
A cova da fada
Hace muchos, muchos años vivía en un lujoso palacio situado en las laderas de Cedofeita, no lejos de la villa que hoy se conoce por el nombre de Ribadeo, un valeroso príncipe rodeado de riqueza, paz y prosperidad. Un buen día de primavera durante uno de sus viajes por las montañas de Los Oscos se perdió y fue a parar a un desconocido bosque plagado de robles, pinos y castaños de una belleza casi mágica. Descabalgó de su caballo y comenzó a andar delante del animal sujetándole por las riendas. Tras deambular largo rato sin saber adonde ir y sin encontrar la vereda apropiada comenzó a oír entre los sonidos naturales de aquel bosque las risas inocentes que por sus características, sólo podían provenir de una joven mujer. Vinieran de quien vinieran esos sonidos limpios e inocentes, el joven príncipe no se atemorizó sino todo lo contrario porque estaba seguro de que no podía ser más que una buena señal. A lo largo de su vida, como noble guerrero que era, había tomado parte en numerosas batallas contra poderosos enemigos y aunque hacía muchos años que había vencido el sentimiento de miedo que todo hombre posee, en especial a lo desconocido, nunca había experimentado esa sensación tan confortable.
La frondosidad del bosque era tal, que apenas podía ver unos metros por delante de él y tan sólo cuando miraba hacia arriba divisaba, abriéndose paso entre las copas de los árboles, el azul del cielo, que de poco le servía para guiarse en aquel lugar. En cuanto a las risas, que no dejaban de oírse entre los robustos troncos de los árboles, cuando creía haberlas localizado y se encaminaba a ellas, desaparecían y volvían a repetirse a sus espaldas. Ese inocente juego duró un rato hasta que de pronto apareció ante sus ojos la mujer más bella que jamás hubiera podido imaginar. Esa belleza era tal que no podía ser real… Aunque desde pequeño sabía que en los lagos y los bosques habitaban seres de extraordinaria belleza que no eran de este mundo y que rara vez se dejaban ver por los mortales, pensaba que jamás iba a tener la oportunidad de encontrarse con uno de ellos. Ahora, no tenía ninguna clase de dudas. ¡Y vaya, si existían!
El príncipe, dubitativo, no sabía si estaba viviendo un sueño o si era realidad y comenzó a pellizcarse el brazo para comprobarlo. La joven mujer, que iba vestida con un vestido de seda blanca, permanecía casi inmóvil frente a él, mostrando una amplia sonrisa en su rostro. Tenía el cabello rubio, inmensos ojos azules casi transparentes, su rostro, de dulces facciones, desprendía un halo de candidez e inocencia y su voz era dulce y melodiosa.
Desde el primer momento el príncipe la trató con bondad y respeto, lo que a cualquier hada siempre halaga, porque son muy sensibles, y después de un rato de conversación entre ambos y mientras ella le guiaba por frondosas veredas plagadas de helechos, hasta encontrar el camino de vuelta, surgió el flechazo y tanto ella como él se enamoraron perdidamente desde aquel encuentro fortuito.
No tardaron en volverse a ver y el príncipe regresaba cada vez que podía al bosque del que ya conocía el camino para entrar y salir. Pero estos encuentros no eran del agrado de Finvara, el Rey de las Hadas, padre de la joven, que desaprobaba que su hija se pudiera enamorar de un mortal.
Por esta razón habló con ella para que renunciara a ese amor y cumpliera con sus obligaciones como hada del bosque y como hija de un Rey. Ante la postura negativa de su hija, Finvara contactó con un druida llamado Cruanagh, un ser maligno de perversas intenciones al que encomendó la difícil tarea de romper el encantamiento amoroso que unía a su bella hija con el joven príncipe de Cedofeita.
Cruanag no tardó en utilizar sus poderes para llevar malos presagios de guerra al Palacio en el que habitaba el joven príncipe, quien cayó en la trampa disponiéndose para partir de manera inmediata hacia Escandinavia y combatir a los vikingos que trataban de usurpar el trono de su padre. Muy a pesar suyo y desconociendo por completo que se trataba de un plan urdido por la mente enrevesada del druida, corrió al bosque para reunirse con su amada antes de partir y explicarle los motivos de su partida hacia el Norte.
El príncipe, que no tenía otro remedio moral que luchar por su padre, le dijo a su amada que no se preocupara por él porque regresaría pronto. Además, le dijo que si le pasaba algo abandonara el bosque y se dirigiera a una cueva situada en la Ría de Ribadeo, junto a unos acantilados, al borde del mar y a la que sólo se puede entrar los días de mareas muy vivas. Unos metros antes de la entrada hay una formación rocosa, llamada las Carrayas que impide que los barcos se acerquen hasta allí y quienes lo intentan encallan sin remedio destrozando las embarcaciones desde la roda al codaste, haciendo astillas la quilla.
- Para entrar en la cueva no tienes más arrojar la arena mágica que contiene esta bolsa que te voy a dar, en el interior de Pena furada, una roca muy característica que distinguirás con facilidad por el amplio agujero que tiene a simple vista. A continuación verás ante ti la cueva y podrás entrar.
- Así lo haré, pero te prometo que esperaré tu vuelta -dijo ella.
- Allí -prosiguió el Príncipe- encontrarás los más fabulosos tesoros que cualquier ser, humano o no, pueda imaginar. Todo lo que hay es tuyo.
La joven, aunque entendía las razones de la marcha de su amado temía que su padre, por la oposición a su amor, podría estar detrás de esta repentina guerra. Así que le prometió que le esperaría siempre, pasase lo que pasase, y tardase lo que tardase.
Unos días después de zarpar y cuando el barco se encontraba en alta mar, a dos días de navegación y casi cien millas de la costa, el cielo azul se cerró de pronto y cambió de tono. La oscuridad se apoderó del día, surgiendo de la nada las olas más grandes que se puedan imaginar y los vientos más fuertes que jamas azotaron la Tierra. La furia del mar destrozó el barco del príncipe, echándolo a pique y llevándolo hasta el fondo de los abismos marinos sin que nunca más se supiera de él.
La joven hada que intuía que algo malo había pasado abandonó el bosque tras confirmarle su padre, Finvara, que el príncipe jamás volvería, y llegó hasta la cueva siguiendo las indicaciones que su amado le había dejado antes de partir. Al abandonar su sagrado bosque sabía que lo hacía para siempre y que jamás podría volver.
Aprovechando la bajamar llegó hasta Pena furada, y tal y como le dijo el príncipe dejó caer la arena que contenía la bolsa bajo el arco de la caprichosa formación rocosa. Acto seguido una pesada piedra abrió el paso dejando al descubierto los secretos de la cueva que en su interior albergaba un fantástico tesoro. La cueva era de cristal con zafiros incrustados, las estalactitas de oro macizo y las estalagmitas esculpidas en diamantes de los más variados colores. El suelo estaba lleno de griales repletos de piedras preciosas, rubíes y esmeraldas.
Desde entonces la bella hada permanece en su interior esperando que algún día regrese su amado para que como todos estos seres bellos y caprichosos de la mitología desean, velen por ella. Nadie ha podido verla jamás pero sus sollozos de lamento han sido escuchados desde hace muchas décadas por los marineros que navegan por la zona en las noches más frías y desapacibles. Pero, a pesar de que muchos han tratado de encontrar ese fantástico lugar nadie ha podido entrar nunca en A cova de fada.
La frondosidad del bosque era tal, que apenas podía ver unos metros por delante de él y tan sólo cuando miraba hacia arriba divisaba, abriéndose paso entre las copas de los árboles, el azul del cielo, que de poco le servía para guiarse en aquel lugar. En cuanto a las risas, que no dejaban de oírse entre los robustos troncos de los árboles, cuando creía haberlas localizado y se encaminaba a ellas, desaparecían y volvían a repetirse a sus espaldas. Ese inocente juego duró un rato hasta que de pronto apareció ante sus ojos la mujer más bella que jamás hubiera podido imaginar. Esa belleza era tal que no podía ser real… Aunque desde pequeño sabía que en los lagos y los bosques habitaban seres de extraordinaria belleza que no eran de este mundo y que rara vez se dejaban ver por los mortales, pensaba que jamás iba a tener la oportunidad de encontrarse con uno de ellos. Ahora, no tenía ninguna clase de dudas. ¡Y vaya, si existían!
El príncipe, dubitativo, no sabía si estaba viviendo un sueño o si era realidad y comenzó a pellizcarse el brazo para comprobarlo. La joven mujer, que iba vestida con un vestido de seda blanca, permanecía casi inmóvil frente a él, mostrando una amplia sonrisa en su rostro. Tenía el cabello rubio, inmensos ojos azules casi transparentes, su rostro, de dulces facciones, desprendía un halo de candidez e inocencia y su voz era dulce y melodiosa.
Desde el primer momento el príncipe la trató con bondad y respeto, lo que a cualquier hada siempre halaga, porque son muy sensibles, y después de un rato de conversación entre ambos y mientras ella le guiaba por frondosas veredas plagadas de helechos, hasta encontrar el camino de vuelta, surgió el flechazo y tanto ella como él se enamoraron perdidamente desde aquel encuentro fortuito.
No tardaron en volverse a ver y el príncipe regresaba cada vez que podía al bosque del que ya conocía el camino para entrar y salir. Pero estos encuentros no eran del agrado de Finvara, el Rey de las Hadas, padre de la joven, que desaprobaba que su hija se pudiera enamorar de un mortal.
Por esta razón habló con ella para que renunciara a ese amor y cumpliera con sus obligaciones como hada del bosque y como hija de un Rey. Ante la postura negativa de su hija, Finvara contactó con un druida llamado Cruanagh, un ser maligno de perversas intenciones al que encomendó la difícil tarea de romper el encantamiento amoroso que unía a su bella hija con el joven príncipe de Cedofeita.
Cruanag no tardó en utilizar sus poderes para llevar malos presagios de guerra al Palacio en el que habitaba el joven príncipe, quien cayó en la trampa disponiéndose para partir de manera inmediata hacia Escandinavia y combatir a los vikingos que trataban de usurpar el trono de su padre. Muy a pesar suyo y desconociendo por completo que se trataba de un plan urdido por la mente enrevesada del druida, corrió al bosque para reunirse con su amada antes de partir y explicarle los motivos de su partida hacia el Norte.
El príncipe, que no tenía otro remedio moral que luchar por su padre, le dijo a su amada que no se preocupara por él porque regresaría pronto. Además, le dijo que si le pasaba algo abandonara el bosque y se dirigiera a una cueva situada en la Ría de Ribadeo, junto a unos acantilados, al borde del mar y a la que sólo se puede entrar los días de mareas muy vivas. Unos metros antes de la entrada hay una formación rocosa, llamada las Carrayas que impide que los barcos se acerquen hasta allí y quienes lo intentan encallan sin remedio destrozando las embarcaciones desde la roda al codaste, haciendo astillas la quilla.
- Para entrar en la cueva no tienes más arrojar la arena mágica que contiene esta bolsa que te voy a dar, en el interior de Pena furada, una roca muy característica que distinguirás con facilidad por el amplio agujero que tiene a simple vista. A continuación verás ante ti la cueva y podrás entrar.
- Así lo haré, pero te prometo que esperaré tu vuelta -dijo ella.
- Allí -prosiguió el Príncipe- encontrarás los más fabulosos tesoros que cualquier ser, humano o no, pueda imaginar. Todo lo que hay es tuyo.
La joven, aunque entendía las razones de la marcha de su amado temía que su padre, por la oposición a su amor, podría estar detrás de esta repentina guerra. Así que le prometió que le esperaría siempre, pasase lo que pasase, y tardase lo que tardase.
Unos días después de zarpar y cuando el barco se encontraba en alta mar, a dos días de navegación y casi cien millas de la costa, el cielo azul se cerró de pronto y cambió de tono. La oscuridad se apoderó del día, surgiendo de la nada las olas más grandes que se puedan imaginar y los vientos más fuertes que jamas azotaron la Tierra. La furia del mar destrozó el barco del príncipe, echándolo a pique y llevándolo hasta el fondo de los abismos marinos sin que nunca más se supiera de él.
La joven hada que intuía que algo malo había pasado abandonó el bosque tras confirmarle su padre, Finvara, que el príncipe jamás volvería, y llegó hasta la cueva siguiendo las indicaciones que su amado le había dejado antes de partir. Al abandonar su sagrado bosque sabía que lo hacía para siempre y que jamás podría volver.
Aprovechando la bajamar llegó hasta Pena furada, y tal y como le dijo el príncipe dejó caer la arena que contenía la bolsa bajo el arco de la caprichosa formación rocosa. Acto seguido una pesada piedra abrió el paso dejando al descubierto los secretos de la cueva que en su interior albergaba un fantástico tesoro. La cueva era de cristal con zafiros incrustados, las estalactitas de oro macizo y las estalagmitas esculpidas en diamantes de los más variados colores. El suelo estaba lleno de griales repletos de piedras preciosas, rubíes y esmeraldas.
Desde entonces la bella hada permanece en su interior esperando que algún día regrese su amado para que como todos estos seres bellos y caprichosos de la mitología desean, velen por ella. Nadie ha podido verla jamás pero sus sollozos de lamento han sido escuchados desde hace muchas décadas por los marineros que navegan por la zona en las noches más frías y desapacibles. Pero, a pesar de que muchos han tratado de encontrar ese fantástico lugar nadie ha podido entrar nunca en A cova de fada.
Ribadeo 1.0
Lo que sucedió aquella noche será muy difícil de olvidar para los ribadenses. Jamás en la historia de la villa se había presenciado algo similar, y claro, como suele suceder en este tipo de cosas, las interpretaciones y las opiniones fueron de todos los gustos. Sólo Prudencio Lupa, el más afamado de los inspectores de policía de nuestra villa, perspicaz y clarividente como ninguno, que falleció hace unos años a consecuencia de una pulmonía mientras investigaba un caso, tendría la capacidad para averiguar la verdad. Pero sin él, nadie entenderá jamás lo que sucedió la última noche de fiestas de aquel año en Ribadeo...
¿Se han fijado en la expresión de una persona que ve el mar por primera vez y que jamás se haya imaginado la existencia de tal cantidad de agua? Pues, de alguna manera eso fue lo que sucedió, unos hechos a priori increíbles y que todavía hoy muchos de los que los experimentaron buscan incrédulos una explicación mientras que las nuevas generaciones creen que sólo se trata de rumores infundados que con el paso del tiempo han crecido como una bola de nieve y que carecen de cualquier validez.
Después de animados días de fiesta y jolgorio, en los que no faltó la diversión para los niños y los más mayores, llegó el Día Grande, la Fiesta de la excelsa patrona Santa María del Campo. Por la mañana veintiún potentes chupinazos se encargaron de despertar a los vecinos de toda la comarca y de anunciar la Fiesta. A media mañana tal y como viene siendo habitual tuvo lugar, tras la Misa Solemne, la procesión con las autoridades y representaciones locales acompañada por la Banda Municipal de Ribadeo dirigida por Hernán Naval que culminó con un concierto en la Praza de Abaixo. Por la noche dos afamadas orquestas una de A Coruña y otra de Pontevedra, se encargaron de animar la velada con los ritmos más calientes del verano y con los inmortales pasodobles y boleros de siempre.
Hasta ahí fue todo muy normal, la gente llenaba el campo de San Francisco y el Cantón Moreno, así como las atracciones de Feria en las que los niños se lo pasaban como lo que son, niños. El ambiente era festivo y los encuentros entre amigos y conocidos que se veían de año en año se sucedían entre las cuatro calles, los bares de tapeo y el recinto ferial. Además de los consabidos “¡hasta luego!” de una a otra acera se repetía una de las conversaciones más habituales en este tipo de reuniones improvisadas en plena calle:
- ¡Bienvenido!
- ¡Bien hallado!
- ¿Y cuando viniste?
- Hace unos días.
- ¿Y cuándo marchas?
- Pues, en cuanto acaben las Fiestas, después del Día de la Patrona...
Pero los hechos ocurrieron ajenos a estas conversaciones varias horas después de que tuviera lugar la gran traca final que ponía punto y final a las fiestas, que llenó el cielo de Ribadeo de fuegos de artificio reflejando caprichosas formas de todos los tipos y colores en la Ría. La orquesta de A Coruña había tocado su último tema, un popurrí que ponía el broche de oro al capítulo musical. Mientras, la humedad de la noche comenzaba a penetrar en los poros de la piel de los que todavía quedaban despiertos y con ganas de juerga a esas horas de la noche. La tómbola apuraba hasta el último momento la venta de boletos para obtener magníficos regalos entre los que no faltaban las chochonas ni los perritos piloto. Dos horas después de cerrar la tómbola no quedaba en el centro de la villa más que algún que otro noctámbulo afectado por los excesos de alcohol, incapaz de coordinar sus movimientos y menos las palabras. Para colmo, se había levantado un viento frío, que apenas dejaba caminar por calles que conducen al muelle de Porcillán, dando lugar a una noche muy desapacible. Dicen que el exceso de viento está asociado a la locura y a numerosos casos de suicido, tal vez es algo exagerado. Lo que no lo es, es el viento ribadense, en especial cuando azota el nordés.
Al amanecer, el centro urbano, entre al Ayuntamiento y la iglesia presentaba un aspecto increíble. Había que frotarse los ojos para ver lo que había allí porque el parque y el Campo de San Francisco se habían convertido de manera milagrosa en una especie de Mar de Aral, el mayor lago salado de Asia que por la sequedad del clima da lugar a imágenes chocantes de barcos varados en la arena a kilómetros de la costa. Varias embarcaciones habían cambiado el amarre del Club Náutico en la Ría y estaban fondeadas en tierra repartidas sin orden ni concierto. Los primeros que presenciaron tan inusual estampa fueron unos barrenderos municipales que se pellizcaron el uno al otro para creerse lo que veían. Los policías municipales, que en un principio consideraron que los barrenderos habían celebrado el día de la Patrona más de la cuenta, tardaron un rato en creerse las palabras de éstos y tras hacerse los remolones, al final se desplazaron hasta el parque donde ya no había duda de lo que les habían dicho. Unos fueron llamando a otros y los vecinos, que tradicionalmente el día después de las fiestas tardan en desperezarse más de lo normal, asistieron entre incrédulos y boquiabiertos al espectáculo. Todos comenzaron a preguntarse cómo era posible que los barcos estuvieran allí y quién había podido trasladarlos, pero las respuestas lógicas a estos dos interrogantes eran difíciles de encontrar.
Muchos pensaron, entre ellos algunos de los afectados, que se trataba de una broma pesada que alguien les había jugado, pero... Nadie había escuchado ni oído nada y los que no se habían acostado esa noche durmiendo su borrachera en los alrededores del Ayuntamiento tampoco pudieron ofrecer un testimonio fiable a los policías municipales que se personaron en el parque para ver el improvisado puerto en el que se había convertido el centro urbano.
La embarcación mallorquina de Leopoldo Calvo-Sotelo estaba amarrada junto a una palmera. Abarloada a ella e inmóvil sin el balanceo del agua se encontraba el Esfrán de Abelardo Lombardero que fue uno de los primeros en advertir que su lancha no se encontraba en el amarre habitual cuando a primera hora de la mañana, con la primera luz el día, había bajado al puerto para salir a pescar. A unos metros de allí y junto a la cafetería restaurante que fue fundada por el padre de su esposa, se distinguía el Torbas II, de Antonio ‘el de Mediante’, un hombre afable pero como buen asturiano, de carácter fuerte, en especial cuando se trata de asuntos relacionados con la mar, y a quien no le gustó nada ver a su embarcación en semejante situación. “Esto es cosa de mi hijo y sus amigos”, pensó malhumorado en el primer momento, cuando su amigo Abelardo le despertó airado y con el rostro desencajado para comunicarle que su lancha tampoco estaba en el amarre habitual del Club Náutico. Dos conocidos barcos de vela latina, el Airiños de Antonio de la Atalaya y el de Ernesto Cruzado navegaban de bolina en un mar de césped y tierra junto al monumento dedicado a El Viejo Pancho, situado frente a la Casa Consistorial. Así hasta un total de doce embarcaciones entre las que también se encontraban la motora de Tino, Castaño; la Lela, propiedad de Rajal, el ex Patrón de la Cofradía de Pescadores; y el Nanalú, yate del prestigioso ingeniero de caminos y ribadense de corazón, José Calavera, que ese día con un monumental enfado se tuvo que quedar en tierra sin poder salir a pescar marrajos, tal y como había previsto.
Las autoridades municipales, ante la envergadura de la inexplicable situación y tras convocar un pleno de urgencia en el Ayuntamiento, decidieron como primera medida acordonar la zona y poner el hecho en conocimiento de la Xunta de Galicia, que envió a un equipo de expertos para analizar los hechos y tomar las primeras medidas.
Ribadeo se convirtió de la mañana a la noche en capital informativa de primer orden y los telediarios nacionales abrieron con esta noticia. Algunos medios de comunicación fueron un poco más allá, y a cambio de pequeñas sumas de dinero consiguieron sensacionales e increíbles revelaciones para dar un pequeño toque amarillista, suficiente para traspasar la mera información y convertirse en espectáculo mediático.
La Comarca del Eo, cuya crónica fue escrita por Dionisio Franco, siempre al pie del cañón informativo, se agotó a las pocas horas de salir a la calle y otros periódicos como La Voz de Galicia, El Progreso, La Nueva España y La Voz de Asturias sacaron a lo largo numerosas ediciones, y siempre trataban de aportar respuestas a los numerosos interrogantes. La Plaza de España se convirtió en un improvisado estudio de televisión desde donde todas las cadenas hicieron conexiones especiales en directo y tampoco faltó Internet, la red de redes, que ofreció imágenes a través de sus páginas y abrió un foro de debate mundial a través de varios chats y canales.
En Ribadeo todo eran dimes y diretes. Para algunos, todo se trataba de una broma juvenil como la que acaeció a principios de la década de los cincuenta cuando en la Noche de San Juan apareció un bote colgado del campanario de la Iglesia Parroquial de Santa María del Campo. Entonces un grupo de jóvenes subió desde el muelle con la ayuda de una rodillos y cabos esa pequeña embarcación que consiguieron alzar hasta lo alto del campanario con una polea. No hace mucho y también durante la Noche de San Juan, el bote del Club Náutico aparecía fondeado en el tenderete de música del Campo de San Francisco. Al fin y al cabo, la noche más larga del año se celebra de muchas maneras en el mundo debido a su profundo significado y esta no es más que una tradición y las tradiciones son para perpertuarlas.
Pero estas gamberradas al lado de lo que estaban presenciando no eran más que un juego de niños. Entre las versiones, las hubo de todo tipo e incluso alguno relacionó este hecho con los temblores de tierra que se habían producido en la zona y que coincidían con los avistamientos de ovnis en Ourense. Incluso no faltó quién afirmó haber visto hombrecillos verdes, de casi dos metros y con manos de tres dedos...
Poco a poco, con el paso de los días, todo fue regresando a la normalidad y los propietarios de las embarcaciones, que seguían sin encontrar una explicación física, se conformaban con verlas de nuevo flotando y navegando en las aguas de la Ría, ya que apenas sufrieron daños de consideración excepto algunos arañazos en los cascos. Lo único a lo que todavía no han conseguido adaptarse es a las continuas bromas y referencias de los marineros del muelle, que no dejan de preguntarles por los calamares y las robalizas del... parque.
Desde entonces, nada es igual en Ribadeo y un grupo de inquietos jóvenes, espoleados por lo ocurrido, equipados con potentes cámaras de vídeo digitales y sensores de calor, continúan investigando muchas noches entre las callejuelas que rodean la Plaza de Abaixo. En especial, las noches de nordeste, ese viento tan ribadense en el que ellos esperan encontrar la clave de lo sucedido y que según sus teorías, transportó como hojas de papel las embarcaciones a través de calles como El Viejo Pancho, Amando Pérez, Trinidad o Ingeniero Schultz.
Aunque hasta ahora no han visto nada, todos tienen una cualidad que les evita desfallecer: ilusión. Muchas noches, cuando Ribadeo duerme se pueden ver sus sombras, apostados en portales y rincones de la zona vella. Para algunos vecinos, esta iniciativa no se trata más que de una locura, para otros, una simple pérdida de tiempo, pero ellos confían en averiguar lo que ocurrió aquella noche en la que terminaron las fiestas…
¿Se han fijado en la expresión de una persona que ve el mar por primera vez y que jamás se haya imaginado la existencia de tal cantidad de agua? Pues, de alguna manera eso fue lo que sucedió, unos hechos a priori increíbles y que todavía hoy muchos de los que los experimentaron buscan incrédulos una explicación mientras que las nuevas generaciones creen que sólo se trata de rumores infundados que con el paso del tiempo han crecido como una bola de nieve y que carecen de cualquier validez.
Después de animados días de fiesta y jolgorio, en los que no faltó la diversión para los niños y los más mayores, llegó el Día Grande, la Fiesta de la excelsa patrona Santa María del Campo. Por la mañana veintiún potentes chupinazos se encargaron de despertar a los vecinos de toda la comarca y de anunciar la Fiesta. A media mañana tal y como viene siendo habitual tuvo lugar, tras la Misa Solemne, la procesión con las autoridades y representaciones locales acompañada por la Banda Municipal de Ribadeo dirigida por Hernán Naval que culminó con un concierto en la Praza de Abaixo. Por la noche dos afamadas orquestas una de A Coruña y otra de Pontevedra, se encargaron de animar la velada con los ritmos más calientes del verano y con los inmortales pasodobles y boleros de siempre.
Hasta ahí fue todo muy normal, la gente llenaba el campo de San Francisco y el Cantón Moreno, así como las atracciones de Feria en las que los niños se lo pasaban como lo que son, niños. El ambiente era festivo y los encuentros entre amigos y conocidos que se veían de año en año se sucedían entre las cuatro calles, los bares de tapeo y el recinto ferial. Además de los consabidos “¡hasta luego!” de una a otra acera se repetía una de las conversaciones más habituales en este tipo de reuniones improvisadas en plena calle:
- ¡Bienvenido!
- ¡Bien hallado!
- ¿Y cuando viniste?
- Hace unos días.
- ¿Y cuándo marchas?
- Pues, en cuanto acaben las Fiestas, después del Día de la Patrona...
Pero los hechos ocurrieron ajenos a estas conversaciones varias horas después de que tuviera lugar la gran traca final que ponía punto y final a las fiestas, que llenó el cielo de Ribadeo de fuegos de artificio reflejando caprichosas formas de todos los tipos y colores en la Ría. La orquesta de A Coruña había tocado su último tema, un popurrí que ponía el broche de oro al capítulo musical. Mientras, la humedad de la noche comenzaba a penetrar en los poros de la piel de los que todavía quedaban despiertos y con ganas de juerga a esas horas de la noche. La tómbola apuraba hasta el último momento la venta de boletos para obtener magníficos regalos entre los que no faltaban las chochonas ni los perritos piloto. Dos horas después de cerrar la tómbola no quedaba en el centro de la villa más que algún que otro noctámbulo afectado por los excesos de alcohol, incapaz de coordinar sus movimientos y menos las palabras. Para colmo, se había levantado un viento frío, que apenas dejaba caminar por calles que conducen al muelle de Porcillán, dando lugar a una noche muy desapacible. Dicen que el exceso de viento está asociado a la locura y a numerosos casos de suicido, tal vez es algo exagerado. Lo que no lo es, es el viento ribadense, en especial cuando azota el nordés.
Al amanecer, el centro urbano, entre al Ayuntamiento y la iglesia presentaba un aspecto increíble. Había que frotarse los ojos para ver lo que había allí porque el parque y el Campo de San Francisco se habían convertido de manera milagrosa en una especie de Mar de Aral, el mayor lago salado de Asia que por la sequedad del clima da lugar a imágenes chocantes de barcos varados en la arena a kilómetros de la costa. Varias embarcaciones habían cambiado el amarre del Club Náutico en la Ría y estaban fondeadas en tierra repartidas sin orden ni concierto. Los primeros que presenciaron tan inusual estampa fueron unos barrenderos municipales que se pellizcaron el uno al otro para creerse lo que veían. Los policías municipales, que en un principio consideraron que los barrenderos habían celebrado el día de la Patrona más de la cuenta, tardaron un rato en creerse las palabras de éstos y tras hacerse los remolones, al final se desplazaron hasta el parque donde ya no había duda de lo que les habían dicho. Unos fueron llamando a otros y los vecinos, que tradicionalmente el día después de las fiestas tardan en desperezarse más de lo normal, asistieron entre incrédulos y boquiabiertos al espectáculo. Todos comenzaron a preguntarse cómo era posible que los barcos estuvieran allí y quién había podido trasladarlos, pero las respuestas lógicas a estos dos interrogantes eran difíciles de encontrar.
Muchos pensaron, entre ellos algunos de los afectados, que se trataba de una broma pesada que alguien les había jugado, pero... Nadie había escuchado ni oído nada y los que no se habían acostado esa noche durmiendo su borrachera en los alrededores del Ayuntamiento tampoco pudieron ofrecer un testimonio fiable a los policías municipales que se personaron en el parque para ver el improvisado puerto en el que se había convertido el centro urbano.
La embarcación mallorquina de Leopoldo Calvo-Sotelo estaba amarrada junto a una palmera. Abarloada a ella e inmóvil sin el balanceo del agua se encontraba el Esfrán de Abelardo Lombardero que fue uno de los primeros en advertir que su lancha no se encontraba en el amarre habitual cuando a primera hora de la mañana, con la primera luz el día, había bajado al puerto para salir a pescar. A unos metros de allí y junto a la cafetería restaurante que fue fundada por el padre de su esposa, se distinguía el Torbas II, de Antonio ‘el de Mediante’, un hombre afable pero como buen asturiano, de carácter fuerte, en especial cuando se trata de asuntos relacionados con la mar, y a quien no le gustó nada ver a su embarcación en semejante situación. “Esto es cosa de mi hijo y sus amigos”, pensó malhumorado en el primer momento, cuando su amigo Abelardo le despertó airado y con el rostro desencajado para comunicarle que su lancha tampoco estaba en el amarre habitual del Club Náutico. Dos conocidos barcos de vela latina, el Airiños de Antonio de la Atalaya y el de Ernesto Cruzado navegaban de bolina en un mar de césped y tierra junto al monumento dedicado a El Viejo Pancho, situado frente a la Casa Consistorial. Así hasta un total de doce embarcaciones entre las que también se encontraban la motora de Tino, Castaño; la Lela, propiedad de Rajal, el ex Patrón de la Cofradía de Pescadores; y el Nanalú, yate del prestigioso ingeniero de caminos y ribadense de corazón, José Calavera, que ese día con un monumental enfado se tuvo que quedar en tierra sin poder salir a pescar marrajos, tal y como había previsto.
Las autoridades municipales, ante la envergadura de la inexplicable situación y tras convocar un pleno de urgencia en el Ayuntamiento, decidieron como primera medida acordonar la zona y poner el hecho en conocimiento de la Xunta de Galicia, que envió a un equipo de expertos para analizar los hechos y tomar las primeras medidas.
Ribadeo se convirtió de la mañana a la noche en capital informativa de primer orden y los telediarios nacionales abrieron con esta noticia. Algunos medios de comunicación fueron un poco más allá, y a cambio de pequeñas sumas de dinero consiguieron sensacionales e increíbles revelaciones para dar un pequeño toque amarillista, suficiente para traspasar la mera información y convertirse en espectáculo mediático.
La Comarca del Eo, cuya crónica fue escrita por Dionisio Franco, siempre al pie del cañón informativo, se agotó a las pocas horas de salir a la calle y otros periódicos como La Voz de Galicia, El Progreso, La Nueva España y La Voz de Asturias sacaron a lo largo numerosas ediciones, y siempre trataban de aportar respuestas a los numerosos interrogantes. La Plaza de España se convirtió en un improvisado estudio de televisión desde donde todas las cadenas hicieron conexiones especiales en directo y tampoco faltó Internet, la red de redes, que ofreció imágenes a través de sus páginas y abrió un foro de debate mundial a través de varios chats y canales.
En Ribadeo todo eran dimes y diretes. Para algunos, todo se trataba de una broma juvenil como la que acaeció a principios de la década de los cincuenta cuando en la Noche de San Juan apareció un bote colgado del campanario de la Iglesia Parroquial de Santa María del Campo. Entonces un grupo de jóvenes subió desde el muelle con la ayuda de una rodillos y cabos esa pequeña embarcación que consiguieron alzar hasta lo alto del campanario con una polea. No hace mucho y también durante la Noche de San Juan, el bote del Club Náutico aparecía fondeado en el tenderete de música del Campo de San Francisco. Al fin y al cabo, la noche más larga del año se celebra de muchas maneras en el mundo debido a su profundo significado y esta no es más que una tradición y las tradiciones son para perpertuarlas.
Pero estas gamberradas al lado de lo que estaban presenciando no eran más que un juego de niños. Entre las versiones, las hubo de todo tipo e incluso alguno relacionó este hecho con los temblores de tierra que se habían producido en la zona y que coincidían con los avistamientos de ovnis en Ourense. Incluso no faltó quién afirmó haber visto hombrecillos verdes, de casi dos metros y con manos de tres dedos...
Poco a poco, con el paso de los días, todo fue regresando a la normalidad y los propietarios de las embarcaciones, que seguían sin encontrar una explicación física, se conformaban con verlas de nuevo flotando y navegando en las aguas de la Ría, ya que apenas sufrieron daños de consideración excepto algunos arañazos en los cascos. Lo único a lo que todavía no han conseguido adaptarse es a las continuas bromas y referencias de los marineros del muelle, que no dejan de preguntarles por los calamares y las robalizas del... parque.
Desde entonces, nada es igual en Ribadeo y un grupo de inquietos jóvenes, espoleados por lo ocurrido, equipados con potentes cámaras de vídeo digitales y sensores de calor, continúan investigando muchas noches entre las callejuelas que rodean la Plaza de Abaixo. En especial, las noches de nordeste, ese viento tan ribadense en el que ellos esperan encontrar la clave de lo sucedido y que según sus teorías, transportó como hojas de papel las embarcaciones a través de calles como El Viejo Pancho, Amando Pérez, Trinidad o Ingeniero Schultz.
Aunque hasta ahora no han visto nada, todos tienen una cualidad que les evita desfallecer: ilusión. Muchas noches, cuando Ribadeo duerme se pueden ver sus sombras, apostados en portales y rincones de la zona vella. Para algunos vecinos, esta iniciativa no se trata más que de una locura, para otros, una simple pérdida de tiempo, pero ellos confían en averiguar lo que ocurrió aquella noche en la que terminaron las fiestas…
Cocos.com
La mañana discurría en el Ayuntamiento con la tranquilidad habitual de un día de Septiembre, previo al inicio de las Fiestas Patronales en honor de la Patrona de la Villa, Santa María del Campo. Todo estaba preparado para que las últimas fiestas del siglo XX dieran comienzo y se desarrollasen con el esplendor y la pompa habitual. Para ello no se había reparado en gastos y en las calles de la villa ya se vivía ese sabor especial previo a los días más grandes de todo el año. Pero fue precisamente esa mañana, cuando a pocos kilómetros de allí, se acercaba por la carretera general, procedente de Santiago de Compostela, Xaime Viaño, el único hombre en la Tierra que podría acabar por adelantado con las tradicionales fiestas debido a su exceso de celo o como a él le gustaba decir porque “cumplo es-cru-pu-lo-sa-men-te con mi trabajo”. No obstante, era su frase favorita y los que trabajaban con él en el departamento de Medio Ambiente de la Xunta de Galicia lo sabían muy bien porque era una expresión que su boca repetía una y otra vez. Su pasión por el orden la llevaba demasiado lejos y siempre presumía de ser insobornable e incapaz de hacer la vista gorda a la mínima deficiencia que detectase.
“La Ley es la Ley y mi obligación es hacerla cumplir en todos los ámbitos para salvar nuestro planeta”, le dijo una vez a un viticultor de Barco de Valdeorras al que impuso una sanción ejemplar por detectar tinta no homologada en la etiqueta de denominación de origen. Su vida y su modo de ser impregnaba todo lo que le rodeaba. Su celo llegaba a tal extremo que sólo vestía ropa de marca, ya que según él no era una cuestión de prestigio ni de dinero, se trataba sólo de seguridad porque todas las prendas que usaba habían pasado las correspondientes pruebas de calidad que acreditaban las marcas. Lo mismo le pasaba cuando acompañaba a su esposa al hipermercado. Revisaba uno por uno todos los productos, desde el código de barras, al embalaje, etiquetado y por supuesto, la fecha de caducidad. No quería que le dieran gato por liebre y siempre dejaba rastro de su presencia en las hojas de reclamaciones en los establecimientos que se dignaban a tenerle como cliente.
De esta manera, Xaime Viaño llegó hasta el pazo consistorial ribadense, aparcó su vehículo y se dirigió de inmediato al despacho del concejal de Medio Ambiente, Francisco Rivas. La presencia de Viaño no le pilló de improviso al edil porque le esperaba después de la comunicación escrita que le había enviado unos días antes anunciándole su visita, aunque por supuesto ignoraba los antecedentes profesionales de Viaño y lo que iba a ocurrir tras su llegada a la villa. No obstante, su presencia no le era del todo agradable porque todo estaba listo para que los días de alegría y fiesta dieran comienzo, de modo que nadie podía ahora buscar deficiencias en la organización. “Será como todos, hará dos preguntas, pondrá un sello de la Xunta y se marchará”, -pensó inocente Francisco Rivas.
Viaño le dijo que su presencia en la villa sería lo más breve posible y que una vez que revisara todo lo concerniente a los elementos que se iban a utilizar durante la celebración de las inminentes Fiestas Patronales, dejaría Ribadeo. El concejal, que no entendía muy bien las razones que llevaban a un subinspector provincial de la Conselleria de Medio Ambiente a llevar a cabo ese tipo de inspección, se limitó a escucharle y a ofrecerle toda su colaboración, confiado en que el proceso acabaría pronto. Sin perder tiempo, Viaño quiso conocer los detalles de la iluminación, los foguetes así como los cabezudos, el coco y la coca...
Pasadas unas horas, en las que libreta en mano escribió varios apuntes, el subdirector provincial regresó al Ayuntamiento para reunirse con el edil de medio ambiente porque tenía algo muy importante que decirle acerca de su reciente inspección visual.
-Mire, -comenzó- todo está en regla excepto una cosa, la pintura de los cocos y de los cabezudos mucho me temo que no es la que se ajusta a la normativa y puede ser perjudicial para el medio ambiente. De manera que... no voy a tener más remedio que impedir la salida de los cocos y los cabezudos mientras no subsanen el error.
Rivas se quedó atónito, petrificado y sin respuesta al escuchar las palabras de Viaño y tuvo que pedirle que repitiera lo que acababa de decir porque quería estar seguro de lo que sus oídos habían escuchado.
-Sí, ha escuchado bien -prosiguió Viaño- sus cocos y sus cabezudos llevan una pintura que puede afectar a la salud de las personas porque a la espera de los análisis que yo mismo voy a efectuar y previos a los definitivos, creo que incumplen la normativa del decreto 1116/97, de 2 de abril, por el que se aprueba el tipo de sustancias para la mezcla de pinturas de color. En otras palabras, sus cocos y sus cabezudos quedan en cuarentena hasta nueva orden y mientras no esté seguro de que son inofensivos para la salud no pueden salir por las calles.
-Me está tomando el pelo, verdad? -contestó Rivas.
-No, ni mucho menos... si es que el material plástico ni siquiera cumple el requisito ISO 9002 de AENOR. Además contésteme. ¿Usted qué prefiere, unas fiestas sanas y seguras o un Chernobil en potencia por las calles de la villa?
-Mire, no sé si esto es una broma de esas para la tele, con cámara oculta y esas cosas en las que al final sale una chica de detrás de la puerta con un ramo de flores, o no. Pero me da igual. De momento espere aquí que voy a avisar al alcalde para que le cuente todo esto.
Jose Carlos Rodríguez Andina, alcalde de Ribadeo, se presentó de inmediato en el despacho de su concejal, al advertir el tono de nerviosismo que tenían las palabras de éste. A continuación, el subinspector provincial de Medio Ambiente, repitió una por una todas las palabras que le había dicho al concejal. Andina se quedó sin habla tras escuchar la exposición de los hechos de Viaño. “Con los problemas que tengo a diario, ahora me viene este… con una historia así” –penso para sí Andina. No podía dar fe de lo que sus oídos acababan de oír y tras volverse hacia Rivas se limitó a preguntar qué clase de broma o farsa era esa.
-No, que no es una broma –insistió Viaño-. Si no subsanan las deficiencias sus fiestas patronales se quedan sin gigantes y cabezudos. Voy a quedarme aquí esta noche para hacer unos análisis de las partículas de sustancia plástica que he seleccionado. No quiero presumir, pero les aseguro que nunca, nunca me equivoco en mis vaticinios. ¡Ah!, y no olviden una cosa yo sólo cumplo es-cru-pu-lo-sa-men-te con mi trabajo.
Dicha su expresión favorita Viaño salió del consistorio y tras subirse en su vehículo se dirigió hasta el hotel Bouza, situado frente a la Plaza de Abastos, donde iba a analizar durante la noche las muestras con su laboratorio portátil -siempre lo llevaba encima- y a pasar la noche. Si el resultado era positivo, como él estaba seguro que iba a ser, enviaría la muestra a los laboratorios de la Xunta en, Santiago para confirmar su resultado, y se encargaría de que se hiciese efectiva la orden de mantener en cuarentena a los cocos y los cabezudos.
Por su parte, el máximo representante del ayuntamiento convocó de manera urgente a todos sus concejales para analizar la situación en un gabinete de crisis y buscar cuanto antes la salida más apropiada a la situación. Después de debatir en el salón de plenos del consistorio hasta bien pasada la medianoche, llegaron a la conclusión de que el tal Viaño no iba a cambiar de idea y que tampoco había tiempo material para hacer un arreglo de urgencia a los cocos y los cabezudos, los cuales a la espera de salir a la calle en los días de fiesta, permanecían ajenos a todo el follón burocrático en las dependencias municipales.
A la mañana siguiente, a primera hora, el alcalde llamó al propio conselleiro de Medio Ambiente para comunicarle la situación, pero éste no ofreció ninguna respuesta satisfactoria.
-Sí, ya sé que Viaño cumple la ley a rajatabla pero de momento no puedo hacer nada. Hemos tenido más de un problema con él pero nunca se atiene a razones ni soluciones prácticas. Para él, o es blanco o es negro. Si supieras la cantidad de quejas que hemos tenido por su culpa... pero no podemos hacer nada. Cuando le nombramos para que se encargara de verificar las normas medioambientales en las fiestas de los pueblos y ciudades de Galicia jamás llegamos a pensar que lo haría con tanto celo, ha pasado por tantos departamentos que no sabemos que hacer para jubilarle. No puedo expedientarle ni apartarle del servicio sin más, necesito una razón, una denuncia formal. Algo, ¿me entiendes?
- ¡Claro que te entiendo! Pero, ¿no es suficiente que se cargue unas patronales por una gilipollez? -espetó airado Andina.
-Lo sé, lo sé, pero todo tiene su conducto. Hablaré con don Manuel... a ver qué podemos hacer pero ya sabes el carácter que tiene y molestarle por una cosa así. No se.
Mientras tanto, Viaño había comprobado durante la noche que la pintura utilizada durante el lavado de cara de los gigantes y cabezudos no era la políticamente correcta. En otras palabras, para él era causa suficiente para abrir un expediente e inmovilizar a los muñecos hasta que no fuera subsanada la deficiencia. Tras redactar su informe y de sellarlo, se dirigió al ayuntamiento con el objeto de que lo registraran en la entrada de documentos e iniciar los pertinentes trámites burocráticos.
Sin embargo, la noticia había corrido por todos los bares, tabernas, tiendas, asociaciones y mentideros del pueblo y se llegaron a oír versiones para todos los gustos. Esa misma mañana, la Comisión de Fiestas, el párroco, don José, todos los grupos municipales y representantes de vecinos y sociedades de la villa se dieron cita en una tumultuosa reunión para analizar la situación. Andina informó de su conversación con el conselleiro y explicó como estaba el asunto.
- Una cosa está descartada. No tenemos tiempo para arreglarlos. Mañana tienen que salir, si no, ¿cómo se lo explicamos a los niños del pueblo?, preguntó con gesto de preocupación uno de los vecinos.
- Arreglar, ¿el qué? -dijo Jose Luis El Choli-. Hace poco más de dos años los reformamos y están perfectamente pese a lo que diga un tipo estirado... si le parece bien a ese payaso hacemos una petición a Foz o a Mondoñedo para que nos dejen los suyos... Me niego, llevo años portando el coco y no lo voy a permitir Antes de eso le rompo la crisma...
-Calma, calma, señores. Seguro que hay una manera divina de arreglar las cosas, sin tener que recurrir a la violencia – afirmó don José, el párroco.
-Claro, amarrarle un risón a los pies y tirarlo a la ría...
-No, hombre no, - afirmó otro vecino en tono conciliador- tengo una buena amiga en un divertido y desenfadado local de Jarrio, con una par de... que seguro que es capaz de hacerle entrar en razón. Por hacerme un favor se la levanta a un muerto...
- Pero, qué bruto eres. Aunque claro, si el Señor quiere que sea así, no conviene llevarle la contraria- señaló el párroco.
- Salgamos a la calle a manifestarnos, vayamos a la puerta de su hotel a protestar. Podríamos estar allí sin dejarle salir hasta que cambie de idea- apuntó otro vecino.
El alcalde y todos los miembros del consistorio estaban desbordados por los acontecimientos y mientras se sucedían las opiniones de los vecinos, a cuál más variopinta, a ellos sólo les quedaba la opción de tratar de arreglar la situación de una manera legal. La misma ley que permitía hacer eso tenía que ofrecer los mecanismos para al menos dejar en suspenso la sanción, o un vacío legal que anulara el expediente.
Las horas fueron pasando y no se llegaba a ninguna conclusión pese a que desde el consistorio los teléfonos no dejaron de sonar en toda la tarde y noche. Por fin, una delegación del Ayuntamiento encabezada por el alcalde, sus concejales de Cultura, Medio Ambiente y Tráfico, Manuel Valín, Paco Rivas y José Duarte, respectivamente, acompañados por el portavoz socialista, Ramón López, y el diputado del BNG, Eduardo Gutiérrez se encaminó hasta el hotel donde se hospedaba Xaime Viaño. Llevaban una petición formal en la que se comprometían a subsanar las supuestas deficiencias una vez pasadas las Fiestas Patronales si les dejaba salir al día siguiente. No había otra solución legal para arreglar el problema y confiaban en los buenos sentimientos de aquel hombre que con su insignificante poder era capar de poner patas arriba un pueblo, eliminando a golpe de sello medioambiental los elementos más significativos de las celebraciones. Pero, tras el primer intercambio de palabras, la delegación municipal comprendió que no había nada que hacer, al menos por el cauce legal porque la conversación se fue calentando de tono y la reunión terminó con amenaza de denuncia por intento de chantaje a un funcionario público. Sin duda, Viaño había perdido los papeles y lo que los ediles municipales pretendían era sólo que llevase a cabo la inspección de los gigantes y cabezudos una vez terminadas las fiestas.
A la mañana siguiente, a las doce en punto un grupo de gaiteros salía del ayuntamiento precediendo al coco, la coca y los gigantes. Todos los grupos municipales, en la única vez en varios años de legislatura que habían acordado un punto por unanimidad, decidieron que pasara lo que pasara, nada ni nadie iba a impedir que las fiestas se desarrollaran con normalidad y en ella estarían el coco, la coca y los cabezudos.
A la espera de encontrarse allí con Viaño estaban todos dispuestos a asumir su responsabilidad y las consecuencias que de su decisión se derivaran. Pero, de momento no fue necesario porque Viaño, no apareció. O más bien sí. El cabezudo que más agradó a los niños aquella mañana del 8 de septiembre, no dejaba de moverse de un sitio para otro. Era el más activos y el que arrastraba un aire más cómico de todos. Cruzaba la acera sin cesar, dando tumbos como si estuviera borracho. Y más bien así era, la noche anterior Fran Bouza se había encargado de que el subinspector revisara una buena parte de las botellas de ron de su establecimiento por si alguna de ellas no cumplía la normativa legal. Y Viaño demostró ser todo un profesional... Incluso a la hora de pasar, a instancias de El Choli, una última inspección de rigor a los cabezudos, tanto externa como interna, cuando el sol ya había salido, sin acostarse y después de pasarse toda la noche bebiendo, Viaño demostró que su amor al trabajo está por encima del ocio…
Antes de que el desfile de los gigantes y cabezudos llegara a su fin, se recibió una llamada en el Ayuntamiento, en cuyo interior permanecía personal de guardia. Nada más escuchar lo que le decían a través de la línea telefónica, el receptor de la llamada corrió en busca del alcalde que junto con otras autoridades locales presidía el desfile.
-Era un tal don Manuel, y preguntaba por el tipo ese, Viaño. Dijo que no le podían localizar...
-Bueno, creo que a Viaño ya le hemos localizado nosotros y que mañana no se acordará de nada. Hemos cumplido "es-cru-pu-lo-sa-men-te" con nuestro deber- concluyó el alcalde.
Proceso c-41
PROCESO C-41
Elías Veiga estaba sentado junto al ventanal del Café Español, un establecimiento que seguía en el mismo lugar de su niñez, poco parecido con aquel que vieron sus ojos mozos. A pesar de los 46 años que había estado ausente de su pueblo natal, no había pasado un solo día sin recordar los rincones y rúas de una villa y una comarca presidida por la imponente ría en la que transcurrieron los años más felices de su vida.
Ribadeo estaba hirviendo, viviendo en todo su esplendor el inicio de las Fiestas Patronales, y Elías, que la noche anterior había regresado al pueblo que le vio nacer en 1.940, en el primer piso de una vetusta casa situada en la Fontenova y que ya no existía, no podía dejar de sentir la ilusión ni dejar de escuchar los latidos acelerados de su corazón, ante la inquietud que le proporcionaba el hecho de haber estado 46 años sin pisar su tierra, sin respirar el olor de la infancia que le acompañaba durante toda su vida y que era incapaz de olvidar en la profundidad de su cerebro. Todo ese cúmulo de sensaciones le hacían sentirse extraño en su pueblo, pero a la vez acogido como el hijo pródigo que como el peregrino, purga su cuerpo y su mente a lo largo del tortuoso Camino de Santiago hasta que al final obtiene la recompensa final abrazando al Santo. Ese era, precisamente, otro de los motivos que le habían traído a Galicia durante el Año Santo Compostelano, el último del siglo, para abrazar la figura del Santo en una ciudad, Santiago de Compostela, conocida también como La rosa de piedra porque nació alrededor de una tumba, fruto de la ensoñación colectiva. Pero eso ocurriría después de conseguir lo que había venido a buscar a Ribadeo.
Mientras saboreaba un delicioso café con espuma, vino a su memoria el aroma de la primera taza que un día le dio a probar Juanín, cuando apenas tenía 13 años de edad. Aquellos eran tiempos duros, de escasez, pero aquel sabor lo relacionaba con lo prohibido porque en esos años todavía de posguerra la achicoria era la bebida estimulante más extendida, mientras que el café era un producto difícil de encontrar y casi de lujo para unos pocos afortunados.
La melodía de las gaitas, acompañada por la explosión de unas bombas de palenque que anunciaban la salida de los gigantes y cabezudos devolvió a la realidad a Elías, que pidió la cuenta al joven camarero del Café Español. A continuación, cogió la bolsa en la que llevaba la cámara de fotos, se levantó y salió a la calle para inmortalizar a través de las lentes del objetivo de su cámara a las tradicionales figuras del coco y la coca. La última vez que los vio fue en el año 1953, durante las patronales de ese año. Tan altos, tan intimidatorios e incluso arrogantes, pero con el mismo misterio de entonces, Elías se convirtió, por esos procesos que sólo la mente y los recuerdos se pueden permitir, en uno de esos niños que con pantalones cortos seguían a esos enigmáticos seres que subían por la calle de Villafranca del Bierzo en su camino hacia el Cantón de los Moreno.
Unos meses antes de aquellas fiestas del año 53, los padres de Elías habían fallecido y sus tíos, sus únicos familiares, que habían emigrado a Montevideo para ganarse la vida lejos de su casa como muchos cientos de gallegos y asturianos de la comarca del Eo y sus alrededores, arreglaron todo lo necesario para que el pequeño Elías y su hermano fueran a Uruguay con la intención de cuidarles y darles una oportunidad de llevar a cabo una nueva vida.
De esta manera, Elías y su hermano, Armando, abandonaron Ribadeo el 10 de septiembre con una pequeña y vieja maleta de cuero como único equipaje, subidos en un viejo autobús Saurer de la Línea a Lugo y más tarde, desde la ciudad amurallada, en un Leyland, en el que Porto, el interventor del vehículo, cuidaría de ellos a lo largo de todo el viaje hasta su destino en Vigo. En la ciudad olívica embarcaron con billete de tercera -lo que les daba derecho a una minúscula litera en una de las bodegas del barco- en el Highland Princess, de la Compañía Mala Real Inglesa. La travesía duró una veintena de días y antes de llegar a Montevideo, junto al imponente Río de la Plata, penúltima escala del buque británico que se distinguía por la llamativa vieira estampada en una de sus chimeneas, Elías mezclaba recuerdos con pensamientos de curiosidad e incluso temor por el futuro inminente. Ya no era un niño y la vida le había enseñado a afrontar los golpes de la manera más realista, enfrentándose a ellos cara a cara. Pero en esta ocasión compartía sentimientos con el resto del pasaje, integrado por varios centenares de emigrantes, en su mayor parte gallegos y asturianos, que abandonaban lo que más querían, o al menos lo único que habían conocido, para enfrentarse a la vida lejos de la añorada tierra que un día les vio nacer. Todos sentían un profundo lamento en su interior que les hacía rememorar su vida pasada, incluso los peores momentos de hambruna, frío y desesperanza de algunos de ellos.
Desde muy joven, Elías se ganó la vida trabajando en uno y otro sitio de la ciudad, haciendo de todo un poco, mientras su hermano Armando terminó embarcándose como marinero en un carguero. Sin embargo, su tío no tardó en emplearle como mozo en el establecimiento que poseía en la capital uruguaya, Casa El Bombacho, una tienda de pañería y confecciones en la que fue adquiriendo la experiencia y la confianza necesaria para con el paso de los años convertirse en el gerente, sustituyendo a su tío. ¡Cuántas veces había dejado volar su mente a lo largo de las horas que pasaba entre los mostradores y las telas! En sus pensamientos aparecían las cuestas de las calles de Porcillán, la vieja Aduana, la Casa del Patín, la playa de Cabanela, la caprichosa imagen de Pena Furada, la señorial entrada a la villa por la calle San Roque, el verano y el tedioso y oscuro invierno... Eran tantas cosas que no lo había olvidado a pesar del paso de los años.
Pero los sueños, antes o después se cumplen, y tras seguir los pasos de los gigantes se detuvo en el Cantón donde los más pequeños participaban en toda clase de juegos. Como había hecho otras veces, acercó la mirilla de cámara a su ojo derecho, pensó en lo que más quería y pulso con suavidad el disparador de su silenciosa y precisa reflex, de la que apenas se podía escuchar de modo sigiloso un preciso click. Una vez más había conseguido lo que el ser humano anhela desde que habita la Tierra: controlar el tiempo a su modo y antojo, detenerlo.
Había tanta gente y habían transcurrido tantos años que Elías no pudo reconocer a los que fueron algunos de sus amigos de la infancia. Unos habían muerto y otros habían cambiado tanto que ahora eran casi irreconocibles. Además, la emoción le impedía fijarse en la multitud concentrado en rememorar la infancia de aquel niño enclenque y algo delgaducho que participaba como todos los niños de su edad en las cucañas o en las regatas de chalanas que durante las Fiestas se organizaban en Porcillán. Ahora no había nada de eso, pero los chavales competían en carreras de sacos o jugando al pañuelo.
Al día siguiente, celebración del Día Grande en honor de la Patrona de la Villa, Santa María del Campo, Elías salió del Parador para asistir a la solemne Misa cantada por la Coral Polifónica de Ribadeo. Entre los bancos le pareció distinguir a algún conocido pero al final de la celebración evitó hablar con ellos. Su tiempo había pasado, ahora sólo estaba en Ribadeo para capturar el tiempo de los años borrados pero no para recuperarlo. Eran dos cosas muy distintas que él había aprendido a distinguir a la perfección. No quería remover el pasado, ni volver a nacer, ni dar rienda suelta a sensiblerías que no llevan nada más que a la nostalgia. Había regresado a su tierra natal, a su pueblo, su villa, con sus gentes, y solo pretendía estar en la otras cara de la moneda, la del jugador que tiene las cartas marcadas. Además, Ribadeo había cambiado tanto que ya ni siquiera estaba en pie la casa en la que nació y vivió en la Fontenova, hasta que tuvo que emigrar a Uruguay.
Elías no se perdió ni uno de los actos programados en el Día Grande y de todos ellos repitió el proceso con su vieja cámara de fotos. De la procesión, del concierto de la Banda Municipal, de las atracciones de feria situadas en el parque, y hasta de las verbenas nocturnas en las que las canciones de hoy se mezclaban con las de ayer, temas inolvidables que le ponían el corazón en un puño. Elías y su cámara eran inseparables.
La afición a la fotografía comenzó varios años atrás cuando un marinero polaco de Gdansk llamado Andrei, que había navegado con su hermano Armando, le regaló la cámara, su bien más preciado, por lo bien que Elías se había portado con él. Se conocieron en un bar de Montevideo cuando entablaron una conversación a duras penas porque el marinero apenas farfullaba unas cuantas palabras en español, en las que le explicó su pobre situación. Su ropa, por decirlo de alguna manera, estaba hecha trizas, llena de jirones y remiendos, además apenas tenía dinero para pagar sus copas, lo que llevó a Elías no sólo a invitarle sino a regalarle varias prendas pese a la negativa del polaco, que al final terminó aceptando.
Consciente de la falta de dinero del marinero Elías sólo le pidió que si alguna vez volvía a hacer escala en Montevideo que no dudara en buscarle para tomar otras copas. Siete meses después el marinero regresó y trató de pagar su deuda a lo que Elías se negó recordándole que había sido un regalo. Por ello, el marinero decidió agradecerle lo que había hecho por él obsequiándole con una vieja cámara de fotos. Era su bien más preciado y consideraba que era la mejor manera de sellar su amistad con Elías. Le advirtió que la cámara cambiaría su vida pero Elías ignoraba hasta qué punto.
Se trataba de una Leyca serie M, con objetivo de 35 milímetros. No era moderna, pero con ese tipo de lentes son verdaderas joyas para los aficionados a la fotografía y así se lo hizo saber Miguel cuando Elías entro en su establecimiento para revelar el carrete. Elías se acordaba de la tienda de artículos de belleza y perfumería que regentaba en esa calle de Rodríguez Murias, Mari Carmen Sáez, y al llegar allí comprobó que el nombre de la tienda había cambiado pero que podría revelar su película fotográfica. Tras hablar de la cámara, la única que Miguel había visto en su vida, le entregó el carrete y dijo que pasaría a recoger las fotos al día siguiente.
Cuando se presentó en el establecimiento a la mañana siguiente había un gran revuelo. Miguel y su ayudante no entendían como era posible aquel resultado de las emulsiones químicas. Habían seguido paso a paso el procesado habitual para ese tipo de película, el proceso C-41, y ante sus ojos aparecieron primero unos negativos de otra época mezclados con los de hoy. Calles y plazas con edificios que ya no existen, con ropas y vecinos que hoy son padres de familia, seguidos por exposiciones actuales, de la procesión del día anterior.
- Es algo increíble, nunca había visto algo así. Si el procesado de película es algo casi automático... He comprobado los líquidos, el fijador, el revelador y todo está correcto. No lo entiendo, no es posible -se lamentaba Miguel, el fotógrafo.
Elías le tranquilizó y se limitó a decirle que algunos procesos químicos están reñidos con el paso del tiempo. De la misma manera que el revelado de unas fotografías dependen de unos baños químicos y sus tiempos adecuados, la vida, en cierto modo, también los tiene. La infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez y la vejez también tienen sus plazos de tiempo que conviene cumplir a su manera para no alterar el normal desarrollo de cada etapa vital. Elías había entendido así la vida, no era cuestión de Prozac ni de terapias. A lo largo de la vida, hay un momento para cada cosa. Por eso él estaba ahora allí, en Ribadeo, había llegado su hora, era su tiempo era su momento.
-Stephen Hawking sabe mucho de eso, del control del tiempo -le explicó no sin cierta socarronería Elías. No obstante, le recomendó que no le diera muchas vueltas a lo que había ocurrido porque no encontraría ninguna lógica fotográfica. Sencillamente ocurren cosas que muchas veces van más allá de la propia imaginación.
Elías, por fin tenía lo que quería, tras regresar a su pueblo 46 años después de dejarlo en un autobús de la Línea. Se llevaba algo que no había tenido en Uruguay: las fotos de su niñez, los testimonios gráficos de un período de su vida que creía que sólo existía en su imaginación. Ahora tenía las fotografías de aquel niño inocente, que con los ojos abiertos corría junto al coco y la coca por las calles de la villa, las de ese jovenzuelo en pantalón corto que metía su cabeza entre el público de la plaza de toros de Miramar, que deambulaba por la casa de Baños de Porcillán y las de un chaval que trataba de montar en una pesada bicicleta por caminos embarrados y en la que alcanzaba los pedales a duras penas. Había recuperado lo que le faltaba.
Elías Veiga estaba sentado junto al ventanal del Café Español, un establecimiento que seguía en el mismo lugar de su niñez, poco parecido con aquel que vieron sus ojos mozos. A pesar de los 46 años que había estado ausente de su pueblo natal, no había pasado un solo día sin recordar los rincones y rúas de una villa y una comarca presidida por la imponente ría en la que transcurrieron los años más felices de su vida.
Ribadeo estaba hirviendo, viviendo en todo su esplendor el inicio de las Fiestas Patronales, y Elías, que la noche anterior había regresado al pueblo que le vio nacer en 1.940, en el primer piso de una vetusta casa situada en la Fontenova y que ya no existía, no podía dejar de sentir la ilusión ni dejar de escuchar los latidos acelerados de su corazón, ante la inquietud que le proporcionaba el hecho de haber estado 46 años sin pisar su tierra, sin respirar el olor de la infancia que le acompañaba durante toda su vida y que era incapaz de olvidar en la profundidad de su cerebro. Todo ese cúmulo de sensaciones le hacían sentirse extraño en su pueblo, pero a la vez acogido como el hijo pródigo que como el peregrino, purga su cuerpo y su mente a lo largo del tortuoso Camino de Santiago hasta que al final obtiene la recompensa final abrazando al Santo. Ese era, precisamente, otro de los motivos que le habían traído a Galicia durante el Año Santo Compostelano, el último del siglo, para abrazar la figura del Santo en una ciudad, Santiago de Compostela, conocida también como La rosa de piedra porque nació alrededor de una tumba, fruto de la ensoñación colectiva. Pero eso ocurriría después de conseguir lo que había venido a buscar a Ribadeo.
Mientras saboreaba un delicioso café con espuma, vino a su memoria el aroma de la primera taza que un día le dio a probar Juanín, cuando apenas tenía 13 años de edad. Aquellos eran tiempos duros, de escasez, pero aquel sabor lo relacionaba con lo prohibido porque en esos años todavía de posguerra la achicoria era la bebida estimulante más extendida, mientras que el café era un producto difícil de encontrar y casi de lujo para unos pocos afortunados.
La melodía de las gaitas, acompañada por la explosión de unas bombas de palenque que anunciaban la salida de los gigantes y cabezudos devolvió a la realidad a Elías, que pidió la cuenta al joven camarero del Café Español. A continuación, cogió la bolsa en la que llevaba la cámara de fotos, se levantó y salió a la calle para inmortalizar a través de las lentes del objetivo de su cámara a las tradicionales figuras del coco y la coca. La última vez que los vio fue en el año 1953, durante las patronales de ese año. Tan altos, tan intimidatorios e incluso arrogantes, pero con el mismo misterio de entonces, Elías se convirtió, por esos procesos que sólo la mente y los recuerdos se pueden permitir, en uno de esos niños que con pantalones cortos seguían a esos enigmáticos seres que subían por la calle de Villafranca del Bierzo en su camino hacia el Cantón de los Moreno.
Unos meses antes de aquellas fiestas del año 53, los padres de Elías habían fallecido y sus tíos, sus únicos familiares, que habían emigrado a Montevideo para ganarse la vida lejos de su casa como muchos cientos de gallegos y asturianos de la comarca del Eo y sus alrededores, arreglaron todo lo necesario para que el pequeño Elías y su hermano fueran a Uruguay con la intención de cuidarles y darles una oportunidad de llevar a cabo una nueva vida.
De esta manera, Elías y su hermano, Armando, abandonaron Ribadeo el 10 de septiembre con una pequeña y vieja maleta de cuero como único equipaje, subidos en un viejo autobús Saurer de la Línea a Lugo y más tarde, desde la ciudad amurallada, en un Leyland, en el que Porto, el interventor del vehículo, cuidaría de ellos a lo largo de todo el viaje hasta su destino en Vigo. En la ciudad olívica embarcaron con billete de tercera -lo que les daba derecho a una minúscula litera en una de las bodegas del barco- en el Highland Princess, de la Compañía Mala Real Inglesa. La travesía duró una veintena de días y antes de llegar a Montevideo, junto al imponente Río de la Plata, penúltima escala del buque británico que se distinguía por la llamativa vieira estampada en una de sus chimeneas, Elías mezclaba recuerdos con pensamientos de curiosidad e incluso temor por el futuro inminente. Ya no era un niño y la vida le había enseñado a afrontar los golpes de la manera más realista, enfrentándose a ellos cara a cara. Pero en esta ocasión compartía sentimientos con el resto del pasaje, integrado por varios centenares de emigrantes, en su mayor parte gallegos y asturianos, que abandonaban lo que más querían, o al menos lo único que habían conocido, para enfrentarse a la vida lejos de la añorada tierra que un día les vio nacer. Todos sentían un profundo lamento en su interior que les hacía rememorar su vida pasada, incluso los peores momentos de hambruna, frío y desesperanza de algunos de ellos.
Desde muy joven, Elías se ganó la vida trabajando en uno y otro sitio de la ciudad, haciendo de todo un poco, mientras su hermano Armando terminó embarcándose como marinero en un carguero. Sin embargo, su tío no tardó en emplearle como mozo en el establecimiento que poseía en la capital uruguaya, Casa El Bombacho, una tienda de pañería y confecciones en la que fue adquiriendo la experiencia y la confianza necesaria para con el paso de los años convertirse en el gerente, sustituyendo a su tío. ¡Cuántas veces había dejado volar su mente a lo largo de las horas que pasaba entre los mostradores y las telas! En sus pensamientos aparecían las cuestas de las calles de Porcillán, la vieja Aduana, la Casa del Patín, la playa de Cabanela, la caprichosa imagen de Pena Furada, la señorial entrada a la villa por la calle San Roque, el verano y el tedioso y oscuro invierno... Eran tantas cosas que no lo había olvidado a pesar del paso de los años.
Pero los sueños, antes o después se cumplen, y tras seguir los pasos de los gigantes se detuvo en el Cantón donde los más pequeños participaban en toda clase de juegos. Como había hecho otras veces, acercó la mirilla de cámara a su ojo derecho, pensó en lo que más quería y pulso con suavidad el disparador de su silenciosa y precisa reflex, de la que apenas se podía escuchar de modo sigiloso un preciso click. Una vez más había conseguido lo que el ser humano anhela desde que habita la Tierra: controlar el tiempo a su modo y antojo, detenerlo.
Había tanta gente y habían transcurrido tantos años que Elías no pudo reconocer a los que fueron algunos de sus amigos de la infancia. Unos habían muerto y otros habían cambiado tanto que ahora eran casi irreconocibles. Además, la emoción le impedía fijarse en la multitud concentrado en rememorar la infancia de aquel niño enclenque y algo delgaducho que participaba como todos los niños de su edad en las cucañas o en las regatas de chalanas que durante las Fiestas se organizaban en Porcillán. Ahora no había nada de eso, pero los chavales competían en carreras de sacos o jugando al pañuelo.
Al día siguiente, celebración del Día Grande en honor de la Patrona de la Villa, Santa María del Campo, Elías salió del Parador para asistir a la solemne Misa cantada por la Coral Polifónica de Ribadeo. Entre los bancos le pareció distinguir a algún conocido pero al final de la celebración evitó hablar con ellos. Su tiempo había pasado, ahora sólo estaba en Ribadeo para capturar el tiempo de los años borrados pero no para recuperarlo. Eran dos cosas muy distintas que él había aprendido a distinguir a la perfección. No quería remover el pasado, ni volver a nacer, ni dar rienda suelta a sensiblerías que no llevan nada más que a la nostalgia. Había regresado a su tierra natal, a su pueblo, su villa, con sus gentes, y solo pretendía estar en la otras cara de la moneda, la del jugador que tiene las cartas marcadas. Además, Ribadeo había cambiado tanto que ya ni siquiera estaba en pie la casa en la que nació y vivió en la Fontenova, hasta que tuvo que emigrar a Uruguay.
Elías no se perdió ni uno de los actos programados en el Día Grande y de todos ellos repitió el proceso con su vieja cámara de fotos. De la procesión, del concierto de la Banda Municipal, de las atracciones de feria situadas en el parque, y hasta de las verbenas nocturnas en las que las canciones de hoy se mezclaban con las de ayer, temas inolvidables que le ponían el corazón en un puño. Elías y su cámara eran inseparables.
La afición a la fotografía comenzó varios años atrás cuando un marinero polaco de Gdansk llamado Andrei, que había navegado con su hermano Armando, le regaló la cámara, su bien más preciado, por lo bien que Elías se había portado con él. Se conocieron en un bar de Montevideo cuando entablaron una conversación a duras penas porque el marinero apenas farfullaba unas cuantas palabras en español, en las que le explicó su pobre situación. Su ropa, por decirlo de alguna manera, estaba hecha trizas, llena de jirones y remiendos, además apenas tenía dinero para pagar sus copas, lo que llevó a Elías no sólo a invitarle sino a regalarle varias prendas pese a la negativa del polaco, que al final terminó aceptando.
Consciente de la falta de dinero del marinero Elías sólo le pidió que si alguna vez volvía a hacer escala en Montevideo que no dudara en buscarle para tomar otras copas. Siete meses después el marinero regresó y trató de pagar su deuda a lo que Elías se negó recordándole que había sido un regalo. Por ello, el marinero decidió agradecerle lo que había hecho por él obsequiándole con una vieja cámara de fotos. Era su bien más preciado y consideraba que era la mejor manera de sellar su amistad con Elías. Le advirtió que la cámara cambiaría su vida pero Elías ignoraba hasta qué punto.
Se trataba de una Leyca serie M, con objetivo de 35 milímetros. No era moderna, pero con ese tipo de lentes son verdaderas joyas para los aficionados a la fotografía y así se lo hizo saber Miguel cuando Elías entro en su establecimiento para revelar el carrete. Elías se acordaba de la tienda de artículos de belleza y perfumería que regentaba en esa calle de Rodríguez Murias, Mari Carmen Sáez, y al llegar allí comprobó que el nombre de la tienda había cambiado pero que podría revelar su película fotográfica. Tras hablar de la cámara, la única que Miguel había visto en su vida, le entregó el carrete y dijo que pasaría a recoger las fotos al día siguiente.
Cuando se presentó en el establecimiento a la mañana siguiente había un gran revuelo. Miguel y su ayudante no entendían como era posible aquel resultado de las emulsiones químicas. Habían seguido paso a paso el procesado habitual para ese tipo de película, el proceso C-41, y ante sus ojos aparecieron primero unos negativos de otra época mezclados con los de hoy. Calles y plazas con edificios que ya no existen, con ropas y vecinos que hoy son padres de familia, seguidos por exposiciones actuales, de la procesión del día anterior.
- Es algo increíble, nunca había visto algo así. Si el procesado de película es algo casi automático... He comprobado los líquidos, el fijador, el revelador y todo está correcto. No lo entiendo, no es posible -se lamentaba Miguel, el fotógrafo.
Elías le tranquilizó y se limitó a decirle que algunos procesos químicos están reñidos con el paso del tiempo. De la misma manera que el revelado de unas fotografías dependen de unos baños químicos y sus tiempos adecuados, la vida, en cierto modo, también los tiene. La infancia, la adolescencia, la juventud, la madurez y la vejez también tienen sus plazos de tiempo que conviene cumplir a su manera para no alterar el normal desarrollo de cada etapa vital. Elías había entendido así la vida, no era cuestión de Prozac ni de terapias. A lo largo de la vida, hay un momento para cada cosa. Por eso él estaba ahora allí, en Ribadeo, había llegado su hora, era su tiempo era su momento.
-Stephen Hawking sabe mucho de eso, del control del tiempo -le explicó no sin cierta socarronería Elías. No obstante, le recomendó que no le diera muchas vueltas a lo que había ocurrido porque no encontraría ninguna lógica fotográfica. Sencillamente ocurren cosas que muchas veces van más allá de la propia imaginación.
Elías, por fin tenía lo que quería, tras regresar a su pueblo 46 años después de dejarlo en un autobús de la Línea. Se llevaba algo que no había tenido en Uruguay: las fotos de su niñez, los testimonios gráficos de un período de su vida que creía que sólo existía en su imaginación. Ahora tenía las fotografías de aquel niño inocente, que con los ojos abiertos corría junto al coco y la coca por las calles de la villa, las de ese jovenzuelo en pantalón corto que metía su cabeza entre el público de la plaza de toros de Miramar, que deambulaba por la casa de Baños de Porcillán y las de un chaval que trataba de montar en una pesada bicicleta por caminos embarrados y en la que alcanzaba los pedales a duras penas. Había recuperado lo que le faltaba.
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