Las ganas de salir a la calle y celebrar a la intemperie un triunfo deportivo es directamente proporcional a la impaciencia de los tiempos que nos toca vivir. No es un aforismo, ni lo pretendo, pero en el metabolismo del typical spanish llevamos una forma distinta de digerir las conquistas por medio de las celebraciones. Ahora que se acaban las ligas deportivas, del fútbol a los bolos montañeses, numerosos aficionados se tiran a la calle a celebrar los éxitos. Gritos ensordecedores, ojos que se salen de las órbitas, pintura en los mofletes y sonrisas perennes son señales que sirven para expresar la felicidad extrema de los seres humanos ante los hitos de los equipos de sus sueños. Son lugares comunes en los que toca lo que toca, todo por una felicidad pasajera. Ahora que, por ejemplo, los colores rojiblancos están de moda, aunque a algunos les pese, siento también la tentación de brindar por Neptuno, pero no sólo ya por el Atleti, sino por la emoción que transmiten esos cientos de aficionados que viven en una burbuja de felicidad desde hace unos días. Mientras el país con sus recortes por la crisis es como un avión que tiene que aligerar peso para remontar el vuelo hay gente que hace realidad sus sueños. La magia de la ilusión puede con la testaruda realidad plagada de tijeretazos y ahí es donde la bulla se viene arriba. Un día llegué a soñar que estaba en plena calle, entre olor a sobaquera, camisetas pegadas al cuerpo y un ruido casi ensordecedor de cánticos cursis. A priori, un escenario insostenible, hostil y comanche. Pero recuerdo que era feliz, muy feliz. En ese sueño lucía la camiseta del equipo de mis amores, barba de corsario, nariz pronunciada de rufián y no paraba de botar como uno más entre centenares de entregados seguidores. Era mi sueño y no el de otro, me tocaba vivirlo a mí. Si hay algo que temo es soñar y fantasear con cosas que no pertenecen a mi vida, sino a la de los otros. Pero éste no era el caso. Ya que al menos somos libres para soñar, y podemos hacerlo sin que nos multen, espero que nunca me apropie de las pesadillas de otros o que tenga que pagar para tener un sueño determinado como quien va al mercado a comprar cuarto de kilo de pollo. Una vez tuve la oportunidad de comprar sueños. Un tipo con el que hace un tiempo coincidí en un tren Regional que atravesaba La Mancha insistió en que en su pueblo había alguien que vendía sueños. La curiosidad me llevó a saber que esta lumbrera se había montado un pingüe negocio piramidal a lo Madoff en su pueblo. Estuve a punto de picar, pero cuando me acueste hoy lo haré con la conciencia tranquila y esperaré otra celebración.
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