jueves, 23 de diciembre de 2010
Tergal y sardinas
Unos días después del atracón navideño y de cantar villancicos llega la hora de pensar en la vida más allá de las uvas. Un año se va, y otro se nos viene encima de sopetón. Casi sin previo aviso. Nada nuevo al fin y al cabo. Es una ley tan natural como el solsticio de invierno que acude fiel a su cita periódica. Pero ahora que 2010 se acaba y 2011 se presenta como un día en las carreras, a la espera de que se abran las taquillas para hacer las apuestas, es la hora de recapitular. Son doce meses para jugar a colocado y ganador con ellos, aunque no tengo tan claro que llegue a apostar poniendo como aval esta columna por 2011. Menos mal que del pesimismo siempre se puede uno instalar en el optimismo. Es tan fácil como convertir una foto de color en blanco y negro. Al revés, ya es otra historia, aunque con un Photoshop a mano se puede eliminar entre píxeles las arrugas del tiempo. Pero las cosas son como son y están como están. Ahora que apuramos el final del año les voy a contar uno de esos recuerdos que le vienen a uno a la mente con fechas señaladas como el cambio de año, de milenio o el día de la boda. La cosa es que ahora me acuerdo del Chato. Curioso personaje donde los haya y un maestro en el control del tiempo. Todavía me lo puedo imaginar apoyado sobre la barra de su bar, que a fin de cuentas era el hogar que compartía con su mujer. Él en la barra y ella en la cocina. El Chato era un tipo sostenible, que ahorraba sus movimientos, hasta el punto de evitar hasta los “buenos días” a los clientes. Se regía por el calendario, pero no el gregoriano, sino el de la liga de futbol. Jersey roído de lana y pantalón de tergal eran su único vestuario. De su mujer no me acuerdo casi, apenas salía de la cocina. Su bar se llamaba La Habana, aunque poco o nada tenía que ver con la isla de la que un día regresó su padre, hijo de emigrantes, con el dinerillo suficiente para poner un negocio. Lo único que evocaba la isla eran los manises que ponía de tapa. Este tipo había conseguido lo imposible, vivir ajeno al tiempo y no gastar. Las manecillas del reloj no le importaban ni cuando hacía un bocadillo de sardinas de lata con un ritual indescriptible. Siempre se llevaba las manos a la boca, soltaba aliento para calentárselas, se las frotaba y con un cuchillo abría la barra de pan. Después ponía las sardinas con la ayuda de un cuchillo. Ya ven, a El Chato le importaba todo un pepino y su vocabulario se reducía a una frase: “Hay siglos en los que no apetece levantarse”. Pero sólo en los días que no había fútbol. Supongo.
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