viernes, 17 de diciembre de 2010
Cuento de Navidad
Tomás atravesó el portal de su casa con otro ánimo. Entró en el ascensor, sonrió a la pesada vecina del quinto y abrió la puerta de su hogar. Su rostro era otro. En realidad no era su casa, sino la vivienda de sus padres, la misma en la que aprendió en su adolescencia que dentro de este mundo hay miles de mundos posibles. Un despido y una separación, o al revés, le habían devuelto a la casilla de salida. Jamás pensó que se iba a ver en una situación así, que eso eran cosas que le pasaban a otros. La crisis se había llevado por delante años de trabajo y tras la separación matrimonial sólo le quedó como refugio el hogar paterno. Entre lo uno y lo otro se había comido los ahorros. Ni siquiera podía estar con su hija de nueve años todo el tiempo del mundo. Unas horas a la semana y un fin de semana cada quince días era lo único que podía disfrutar de ella. Apenas quedaba nada de aquello que un día Tomás y su mujer empezaron a construir como unidad de destino. Ahora, ni mujer, ni casa, ni empleo, ni casi hija. Tomás era orgulloso, pero la realidad le había vencido. La casa de sus padres o la calle. Al menos, en su habitación se despertó del olvido. Unas veces le vencía la nostalgia y otras la frustración. Era el juego que le ofrecía el destino. Toda una lucha de poder en las cavidades del alma. En esa desordenada habitación volvió a ver los carteles que anunciaban conciertos de The Church o Glutamato Ye-Ye en Rock-Ola. En esas cuatro paredes llegó a imaginarse cómo serían los Campos Elíseos de la mano de Françoise Hardy, cada vez que Juan de Pablos pinchaba sus temas en Flor de Pasión. En esa estancia coleccionaba las tiras cómicas de la pérfida Olga Zana, las Toni Twins, Nylon de Kooning y compañía que desde el glamour y la distancia pintaba ese genio creativo llamado Carlos Berlanga. Una tarde, tras su inevitable regreso al hogar, Tomás se pasó horas repasando esas viñetas y viejos fanzines mientras en su viejo tocadiscos pinchaba a la Velvet y los vinilos de la Movida que guardaba como oro en paño. En medio de tanta frustración, su habitación era un faro de luz en la noche en su alma maltrecha. Pero ese día algo cambió. Había estado paseando con su hija bajo las luces de Navidad del centro. Un comentario de la pequeña despertó sus ánimos: “Papá, me han dicho que este año el niño Jesús no quiere nacer”. Tomás la miró, besó su mejilla y le dijo: “No es verdad. Nacerá y los Reyes Magos vendrán. No lo dudes, hija”. Desde entonces los ojos de Tomás recuperaron el brillo perdido. Un centelleo que ya nunca se apaga.
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