domingo, 12 de julio de 2009
Soberano sueño
Anoche tuve la oportunidad de ser rey. Aunque sólo fue en sueños supe lo que es sentirme al frente de mis vasallos en un lejano reino, colgarme el toisón de oro con su vellocino y que todo el mundo me rindiera pleitesía, supongo que más por peloteo que por amor a la corona. Fue sólo un sueño y pese a darme la vida soberana prefiero quedarme como estoy. Al menos, si me dan a elegir entre rey o héroe por un día, aunque sea mientras ronco a pierna suelta, tiro por lo segundo. Las monarquías ya no son lo que eran y es que ahora se pueden diseñar con su rey, su boato y toda su parafernalia. Basta una tormenta de ideas en un despacho de creativos publicitarios, alrededor de un tipo que despunta en algo y ya hay otra monarquía en el mundo para disgusto de los republicanos de toda la vida, esos que a estas alturas abrazan la bandera tricolor y el himno de Riego. El rey del pop o el rey del Tour son buenos ejemplos de esos reinados hechos tan a medida como los trajes de Camps. La corona de la música está vacante desde que Michael Jackson se miró en el espejo, vio de verdad en lo que se había convertido y se marchó para siempre al feudo de Neverland. Hay otro rey que me fascina. Es Lance Armstrong, un ciclista incombustible capaz de desafiar al tiempo. La mítica cima del Tourmalet era la que decidía sobre los derechos dinásticos en el Tour hasta que Armstrong puso en marcha su campaña de marketing en la que quiere perpetuarse como rey vitalicio. Pero si algo teme un rey en su vida es ser destronado. Y algo así sucede en mi sueño, que termina en el lodazal, igual que en El hombre que pudo reinar, el relato de Kipling que John Huston llevó al cine situando en el Atlas de Marruecos el legendario reino hindú de Kafiristán. Allí, Danny y Peachy, dos pillos que forman parte del ejército británico viven su peripecia real. Lo último que recuerdo de mi pesadilla era unos tipos a lomos de sus caballos que jugaban a polo con una cabeza. Al menos, era la de Danny. Cuando sonó el despertador me llevé las manos a la cabeza y seguía ahí, sin corona, pero en su sitio.
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