viernes, 8 de mayo de 2009

'Soma' olímpico

Siempre me han interesado más las vidas invisibles que las vidas ajenas. Ya ven. Desde que soy pequeño disfruto más cuando uno de esos seres anónimos que pululan por el mundo me cuentan su vida que con los dimes y diretes de este patio de porteras en el que vivimos. Recuerdo que cuando era pequeño pegaba mi nariz en un escaparate viendo como el tendero de la tienda de ultramarinos de mi barrio se pasaba horas y horas, con una paciencia infinita, apilando latas de guisantes hasta elevar una majestuosa obra de arte en forma de triángulo. Al tendero, que me conocía de sobra y que no era muy hablador, un día le dio por invitarme a ayudarle a levantar otra pirámide. Para mí era un juego y para él, trabajo. Entonces descubrí que detrás del hombre de rostro serio y con un lápiz siempre sujeto tras la oreja, al que mi madre le pedía 200 gramos de york cortado en finas lonchas, existía una vida invisible. Ahora me doy cuenta de que era un superviviente más. Me contó que había aprendido con su padre a salir adelante cargando con sacos de alubias blancas que pesaban un quintal desde Astorga. Tampoco olvidaré nunca a un viticultor con el que tuve la suerte de pasear en un mar de viñedos poco antes de la vendimia. Toda una vida dedicada al airén y en los últimos tiempos al Cabernet-Sauvignon para crear vinos con alma, como a él le gustaba decir, dan para mucho y es lo que ofrecía esta otra vida anónima. Pero entre los surcos y los pámpanos de las vides y con una sabiduría aplastante no conseguí arrancarle el nombre. “¿A quién le importa mi nombre ahora, con 79 años?”, espetó para mi asombro. Mientras que Madrid se convierte en el Villar del Río de Bienvenido Mister Marshall ante los trece miembros del comité de evaluación que decidirán si es olímpica en 2016 me acuerdo de estas dos vidas invisibles y me pregunto qué pensarán. A ellos no les van a venir ahora con el cuento de que “hay brotes verdes en la economía” ni que Madrid ha cambiado el chotis por el chill-out. Lo que sucede es que en un par de horas con aquel tendero del que ya no recuerdo su nombre o con el viticultor que me negó el suyo se aprende más que en varias horas de sandeces aderezadas con la pastillita de soma olímpico en El Mundo Feliz que nos hacen tragar.

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