viernes, 24 de junio de 2011

Yo no pido, pero si me da...

Hace unos días Arturo Pérez-Reverte comentaba en Twitter su encuentro con un mendigo al que conoce desde hace tiempo. Con su dosis de sorna y su genial mala baba a la hora de darle a la tecla, el alter ego del capitán Alatriste relataba este encuentro, que tuvo lugar en una de las calles cercanas a la Plaza Mayor de Madrid. No muy lejos de allí, en la Puerta del Sol, acampaban los indignados del 15M, con sus tiendas Quechua, sus huertos en la fuente y toda su parafernalia. El mendigo, al que acompañan varios perros desde hace años, sobrevive en el mundo invisible de la gran ciudad, como es menester entre los de su clase. Entre otras cosas, vive de los euracos que el escritor, y otros como él, le dejan cuando le ven. En este encuentro Pérez-Reverte le preguntó cómo era que no estaba en la Puerta del Sol, en la acampada que durante un mes puso en los titulares de los medios de comunicación palabras como perroflauta. El mendigo, ni corto ni perezoso, pero tan bravucón como un soldado de esa fiel infantería que es capaz de dejarse la vida por España y que se muere de hambre le contestó muy digno: “¿Sol?... Quite, quite. Allí no hay más que chusma". Con chusma o sin ella, los mendigos están ahí, en nuestras calles y parques, o debajo del puente más insospechado. Detrás de cada uno hay una historia personal, con alegrías y fracasos, con sonrisas y lágrimas. Tal vez, en su memoria hay hasta unos hijos y una familia, un proyecto de vida que un día se fue al garete. Nadie es quien para juzgar a nadie, y menos a personas que duermen al raso. El otro día estuve con uno de estos mendigos, que se ha instalado desde hace unas semanas en el barrio donde crecí. No se separa del vino de tetra brik y su aliento así lo atestigua. Tampoco se mete con nadie y pasa las horas tumbado en un banco. Dicen que se mete algo de comida en el estómago porque va a un comedor social, aunque siempre vuelve a dormir a su banco. Los vecinos del barrio le conocen, no le temen y ya hay quien le considera hasta uno de los suyos en ese peculiar lienzo que refleja la vida de barrio. Este mendigo no es de los que pide. Un golpe de mala fortuna le llevó a la calle. De ahí, una cosa llevó a la otra, y al final el banco es su colchón y el cielo su techo. Al menos eso es lo que me imagino. Tampoco se lo pregunté. Pero no pide limosnas porque dice que tiene dignidad. “Yo no pido dinero, pero si me da algo tampoco le voy a decir que no”, me soltó el otro día. Al menos es sincero. Más que otros.

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