lunes, 14 de marzo de 2011

2011-1974. RIP

Una cosa es rebajar la velocidad máxima en las autovías y otra, bien distinta, invertir el sentido de la vida. Bien mirado, tampoco es tan malo dar un viraje de 180 grados al rumbo de la vida y desandar lo andado. Al fin y al cabo, sería una manera de enmendar errores, frenar el paso del tiempo sin recurrir al botox y, a la vez, de reencontrarse con amigos que ni siquiera Facebook ha puesto a nuestro alcance. Supongo que sólo avanzamos hacia adelante porque no nos queda otra. Dar marcha atrás en el tiempo es un asunto de ciencia ficción ya que en caso de poder sacar alguna vez un billete será para ir al futuro. Al menos, eso cree el científico Stephen Hawking… Por eso, mientras no quede otra, lo único que podemos hacer desde que nacemos es tirar pa’alante. Esto está así montado, es una cuestión de razón, pero también de costumbre porque, por naturaleza, vivimos en la cultura de la creencia de la superioridad científica y moral. Lo malo es que desechamos, por principio, el infortunio y la tragedia. Todo hasta que llega un devastador tsunami que libera una energía brutal y descontrolada que arrasa todo lo que encuentra a su paso. En nuestra sociedad, basada en la seguridad y el confort pensamos que nunca habrá un tsunami capaz de dejarnos inermes en pleno siglo XXI. Error, cada dos por tres la realidad nos pone en nuestro sitio. Por eso, no me extraña que a más de uno le den ganas de caminar hacia atrás. “¿Por qué los calendarios tienen que ir en sentido ascendente? Me niego”, nos decía el otro día un amigo en una tertulia nocturna sobre lo divino y lo humano, donde insistía en querer quiere vivir hacia atrás. No le tomamos en serio, salimos de allí rebautizándole Benjamin Button -ese hombre que en una película nace con ochenta años y envejece al revés-, pensando que los efectos del brandy se le habían subido a la cabeza. La confusión de la larga noche, los efluvios y los tragos del alcohol habían turbado mis neuronas hasta tal punto que no podía dormir. Antes de llegar a casa compré un diario un kiosko que no conocía en el centro de la ciudad. Pensé que me ayudaría a caer en los brazos de Morfeo. Sólo leí la portada. Hablaba de la crisis en Libia y la sucesión de Gadafi, de los nuevos límites de velocidad en las autopistas y la crisis de la economía española. Nada nuevo, si no fuera porque era un diario YA del 7 de abril de 1974. Y me dormí.

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