sábado, 16 de julio de 2011

El Tour

Cada mes de julio el Tour de Francia nos ofrece una de las mejores metáforas de la vida. Un pelotón de ciclistas pedalea sin cesar un día tras otro, siempre avanzando, hasta llegar a su meta final en los Campos Elíseos de París. En ese camino hay alegría, decepción, sufrimiento, amistad, despecho, traición e incluso tragedia. No podría entender un mes de julio sin la ronda francesa, un reflejo de lo que sucede a nuestro alrededor. Esos señores que pedalean envueltos en sus culotes son como cualquier hijo de vecino que aprieta el culo para llegar a fin de mes. Hasta cuando coronan el Tourmalet, exhaustos, siempre hay quien les reprocha no haber atacado más. El año pasado, por estas fechas, Alberto Contador dejó ganar la etapa en esa mítica cima a Andy Schleck. El español se aseguraba el Tour y quedaba como un señor con su rival. Pero no faltaron las críticas ni las descalificaciones. El público es el que manda, dicen los productores que mueven todo esto. Todo vale para dar espectáculo. Es lo que vende. Por eso, queremos que los ciclistas disputen etapas de 200 kilómetros y pico, que suban a toda máquina el Tourmalet, el Alpe D’Huez, el Galibier o lo que sea y que encima decidan el final de la etapa al sprint. Además, si un coche de la organización se lleva por delante a un ciclista porque el invitado de turno quiere ver de cerca el sufrimiento del rostro del corredor, queremos que éste no se haga el remolón sobre el asfalto y se levante cuanto antes. Hace unos días le pasó eso mismo a Hoogerland y a Flecha, que dieron con sus cuerpos en el suelo y llegaron a la meta hechos trizas, especialmente el primero. Si a todo eso unimos que sólo pueden comer barritas energéticas, pasta y un filete a la plancha antes de acostarse no me extraña que más de uno tenga que recurrir al dopaje. Entonces, los más hipócritas de turno ponen el grito en el cielo reclamando el juego limpio. No me malinterpreten, pero no todos los que se dopan son iguales. La inmensa mayoría de esos ciclistas son como la sociedad. Aguantan como pueden. Y no me extraña que más de uno eche mano de alguna sustancia –legal o ilegal– para sobrevivir y levantarse cada vez que un revés le arroja al asfalto y le descarna la piel. Ya no es cuestión de ganar, sino de aguantar lo que te echan. Como la vida misma. Todos, al fin y al cabo, queremos llegar a los Campos Elíseos y sin subir al podio.

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