viernes, 20 de mayo de 2011

La vida de los otros

Miguel era un tipo original. Coincidimos más de un año al inicio de nuestra carrera laboral en una agencia en la que tratábamos de abrirnos camino en el proceloso mundo del periodismo. Era de esas personas que nunca pasaban desapercibidas y tenía un afán casi desmedido e incontrolable por captar la atención de los que le rodeaban, lo que más de una vez nos colocaba en medio de inesperados fregados. Quería ser el mas original, aunque lo suyo no tenía nada que ver con la vanidad. Siempre tenía entre sus manos juguetitos, el último modelo de busca para recibir mensajes, un innovador teléfono móvil analógico y le daba ya dos telediarios de vida al walkman. Había crecido con un Sinclair ZX Spectrum entre sus manos y tenía fe ciega en los megabits. Aseguraba que dentro de unos años los ordenadores controlarían todos nuestros pasos, que no eran sólo imaginaciones de Orwell o de Star Trek. Su aire despistado, un carácter introvertido y la exhibición de cierto frikismo a principios de los años noventa, cuando le conocí, le hacían cuando menos peculiar. Una vez me aseguró que llegaría un día en que llevaríamos un chip implantado en la cabeza que nos permitiría desarrollar al 100% la potencialidad del cerebro humano. Ese día fue definitivo. O era un genio o un chalado. En aquel momento me incliné por la segunda opción, lo que marcó un punto de inflexión entre nosotros. Nuestros caminos laborales no tardaron en separarse. Apenas supe nada de él durante años hasta que un día, por casualidad, el destino nos hizo chocar de bruces en el momento más inesperado. Las ciudades son tan grandes como uno quiera, pero la casualidad va por libre. En un primer momento me costó reconocerle. No sólo no se le había caído un pelo, sino que las cejas estaban a punto de juntarse con el flequillo. Pero la cara había perdido expresividad de tanto quirófano y tanto bisturí. Me explicó que había cumplido su sueño y mostró varias cicatrices detrás de la oreja. Tenía implantes en el cerebro de Twitter, Facebook y otras redes sociales. Su conversación era apresurada. Se comía las palabras y rememoraba con tanta rapidez los canelones que nos zampábamos en el bar de menú que solíamos frecuentar en 1993 como hablaba de Lindsay Lohan, Lady Gaga o Sergio Ramos. Lo malo es que era imposible dialogar con él, porque con tanto twitter metido en la cabeza y cientos de miles de mensajes ya no vivía su vida, sino la vida de los demás.

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