Cinco minutos son suficientes para analizar el comportamiento humano. Las vacas de la Cow Parade que pastan desde hace unos días en Madrid se prestan a ello. Inmóviles, pero vivas a la vez, son capaces de crear todo tipo de emociones y reacciones. Del berrinche del niño que se quiere subir en la Vaca Paca, al turista que busca la postal con Kid Cow, al fotógrafo que se trabaja el Pulitzer en la Vaca Muuuuuuy Informada o los desaprensivos vaquicidios con agresiones a Milk on the Rocks. ¿Y qué decir del frustrado secuestro de Albertina Pinturina en Lavapiés? Todo es posible. Es curioso, pero las vacas en forma de arte animal no pasan desapercibidas para nadie. Tal vez la vaca es el animal que recuerda a mucha gente que su origen poco o nada tiene que ver con los problemas de las comunidades de vecinos, sino con los establos. La vida rural está en las raíces de muchos urbanitas y un animal como la vaca no deja de ser al fin y al cabo, con permiso de las políticas agrarias que marca Bruselas, un tótem simbólico para muchas generaciones. Y es que a las vacas sólo les queda hablar porque escuchar, escuchan. Esto me lo explicaba un paisano gallego, que hablaba con pasión de sus vacas, de las que por encima de todo destacaba una virtud: su sentimiento. Y yo le creo. Por eso, si se considera a las vacas como animales domésticos y casi de la familia no es extraño que las que deambulan por Madrid también tengan nombre. Todavía recuerdo una anécdota de mi adolescencia con el padre de una chica con la que acababa de bailar una lenta en la verbena de las fiestas de San Roque en una aldea gallega.
—¿Y tú, cuántas vacas tienes? — me preguntó con sarcasmo el hombre mofándose de mi aspecto de chico de ciudad. Entonces pensé que en esa sociedad sin vacas no era nada y que sin llevarlas al prado ni ordeñarlas sería incapaz de superar tiempos de recesión como los que vivimos. Los años han pasado y la reconversión a cuenta de la dichosa cuota láctea ha llevado a la desaparición de centenares de explotaciones. Sin embargo, cada vez que veo una vaca, ya sea de verdad o de fibra de vidrio, tengo claro que aunque yo haya salido del pueblo, el pueblo no ha salido de mí.
—¿Y tú, cuántas vacas tienes? — me preguntó con sarcasmo el hombre mofándose de mi aspecto de chico de ciudad. Entonces pensé que en esa sociedad sin vacas no era nada y que sin llevarlas al prado ni ordeñarlas sería incapaz de superar tiempos de recesión como los que vivimos. Los años han pasado y la reconversión a cuenta de la dichosa cuota láctea ha llevado a la desaparición de centenares de explotaciones. Sin embargo, cada vez que veo una vaca, ya sea de verdad o de fibra de vidrio, tengo claro que aunque yo haya salido del pueblo, el pueblo no ha salido de mí.
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