martes, 10 de marzo de 2015

Sobre indignación, democracia y juguetes

Los niños no aman a sus juguetes.
Recuérdenlo en el camión de la basura”. Toy Story


Una de las lecciones de vida que se aprenden antes o después es que uno se desprende de las cosas pensando en que va a ser más feliz. Ese sentimiento lo refleja a la perfección Toy Story, que pese a lo que pueda parecer es una genial película de animación para adultos que pueden ver los niños. De sus hilarantes escenas, agudos diálogos y peripecias de sus estrambóticos protagonistas –entrañables juguetes que cobran vida- se pueden extraer numerosas conclusiones. Y una de ellas es precisamente ésa, que un día uno decide tirar a la basura o regalar las cosas que te han hecho feliz para sustituirlas por otras que crees que te van a proporcionar la misma alegría. Lo que ocurre es que no siempre es así.

Woody, dentro de la incineradora

Con la política española y el momento trepidante que estamos viviendo sucede algo parecido. Algunos tienen la tentación, o incluso la intención, de meter el pasado más reciente en una caja y tirarlo al contenedor para hacer borrón y cuenta nueva. Puede que no nos demos cuenta pero vivimos un periodo apasionante del que no sólo somos testigos, también parte. La Transición la viví siendo un preadolescente, la Guerra Civil me la contaron los mayores de su viva voz y la guerra de la Independencia, el trienio liberal o la Revolución Francesa, como otros tantos episodios históricos, los estudié en los libros.

La irrupción de nuevos partidos por el desgaste de los dos principales partidos que han gobernado en España desde la Transición ni es sólo residual ni testimonial. Por primera vez en más de treinta años el bipartidismo ve peligrar su continuidad. Una crisis económica brutal que deja al descubierto desigualdades impropias de un Estado moderno y que ha descoyuntado a la clase media, un rosario de escándalos y la corrupción de una clase política más pendiente de sí misma que del bien común, el clientelismo y las mamandurrias de turno son algunas de las causas que han resquebrajado un sistema político y, en definitiva, un modelo de convivencia.

Por eso surgen interrogantes sobre el futuro de ese modelo así como opciones que se nutren del desencanto. Igual que tras la crisis nada va a ser como antes, después de las próximas citas electorales el tablero político tampoco lo será. Por eso es el momento de preguntarse si hay que desprenderse de un sistema que nació con la Constitución o corregir errores y mejorarlo. En mi caso, tan indignado como el que más, apuesto por lo segundo porque el sistema democrático que en estos momentos evidencia la necesidad de adaptarse a los tiempos e introducir medidas correctoras, que empiezan por considerar al ciudadano algo más que un sujeto pasivo que vota cada cuatro años, ha proporcionado también cosas buenas. De los barros de los partidos que durante estos años han gobernado vienen estos lodos. Su falta de autocrítica me recuerda a un cura que estuvo vinculado a mi familia que tras una vida en la que sólo bebía vino estiró la pata convencido de que la causa de sus males era el agua, y no la cirrosis galopante que le devoró el hígado.

Fruto de la indignación nacen propuestas como las de Podemos, que aglutina el cabreo generalizado y que en su ideario mezcla a su antojo los ingredientes para darle la vuelta al sistema y ofrecer la receta de un hipotético e idílico mundo mejor. Probablemente su crecimiento y expectativas de voto en las encuestas sean la mejor manera de mejorar la democracia, aunque sea con trato o susto. Por eso se equivocan, y mucho, los que usan la estrategia de ridiculizar y subestimar a Podemos o a otras fuerza emergentes como Ciudadanos.

Pablo Iglesias, durante un mit
Pablo Iglesias, durante la intervención en un mitin


Nunca creí en bálsamos milagrosos, recelo de los charlatanes y no hay día en el que a modo de plegaria eleve la mirada al cielo para criticar con la retranca justa y necesaria la farsa nuestra de cada día. Por eso discrepo del discurso de la formación de Pablo Iglesias. Aunque su música es un canto de sirenas para una sociedad indignada, mucha de la cual está dispuesta a dar su voto a unos para que no gobiernen los de siempre, desconfío de lo que dicen pero más aún de lo que no dicen. Sin entrar en las sombras que suscitan –Venezuela, los suculentos ingresos de Monedero o los trabajos de Errejón en la universidad de Málaga–, en sus palabras predomina la ira y en su puesta en escena sobran arrogancia y soberbia.

Puede que los niños no amen a sus juguetes, que éstos sean flor de un día, que un capricho se borre con otro, pero con el paso de los años reaparecen en la memoria dormida, flashes en forma recuerdos del desvencijado Scalextric, los soldaditos de plástico que compraba en el Puesto Verde, en una esquina de la calle Cartagena, las chapas o las canicas. Ahora sería inútil ir al contenedor o a Valdemingómez a buscarlos.

3 comentarios:

  1. A mi cabeza viene aquella canción de Cecilia que decía así: "Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra... Dónde están tus ojos, dónde están tus manos, dónde tu cabeza" Como muy bien dices, una España llena de mamandurrias. Preciosa palabra con jodido significado. Siempre tuya, Lyon.

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  2. A mi cabeza viene aquella canción de Cecilia que decía así: "Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra... Dónde están tus ojos, dónde están tus manos, dónde tu cabeza" Como muy bien dices, una España llena de mamandurrias. Preciosa palabra con jodido significado. Siempre tuya, Lyon.

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    1. Cecilia lo clavó. Los que la recordamos lo sabemos.

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