“Los
niños no aman a sus juguetes.
Recuérdenlo
en el camión de la basura”. Toy
Story
Una
de las lecciones de vida que se aprenden antes o después es que uno
se desprende de las cosas pensando en que va a ser más feliz. Ese
sentimiento lo refleja a la perfección Toy
Story, que pese a lo que
pueda parecer es una genial película de animación para adultos que
pueden ver los niños. De sus hilarantes escenas, agudos diálogos y
peripecias de sus estrambóticos protagonistas –entrañables
juguetes que cobran vida- se pueden extraer numerosas conclusiones. Y
una de ellas es precisamente ésa, que un día uno decide tirar a la
basura o regalar las cosas que te han hecho feliz para sustituirlas
por otras que crees que te van a proporcionar la misma alegría. Lo
que ocurre es que no siempre es así.
Woody, dentro de la incineradora |
Con
la política española y el momento trepidante que estamos viviendo
sucede algo parecido. Algunos tienen la tentación, o incluso la
intención, de meter el pasado más reciente en una caja y tirarlo al
contenedor para hacer borrón y cuenta nueva. Puede que no nos demos
cuenta pero vivimos un periodo apasionante del que no sólo somos
testigos, también parte. La Transición la viví siendo un
preadolescente, la Guerra Civil me la contaron los mayores de su viva
voz y la guerra de la Independencia, el trienio liberal o la
Revolución Francesa, como otros tantos episodios históricos, los
estudié en los libros.
La
irrupción de nuevos partidos por el desgaste de los dos principales
partidos que han gobernado en España desde la Transición ni es sólo
residual ni testimonial. Por primera vez en más de treinta años el
bipartidismo ve peligrar su continuidad. Una crisis económica brutal
que deja al descubierto desigualdades impropias de un Estado moderno
y que ha descoyuntado a la clase media, un rosario de escándalos y
la corrupción de una clase política más pendiente de sí misma que
del bien común, el clientelismo y las mamandurrias de turno son
algunas de las causas que han resquebrajado un sistema político y,
en definitiva, un modelo de convivencia.
Por
eso surgen interrogantes sobre el futuro de ese modelo así como
opciones que se nutren del desencanto. Igual que tras la crisis nada
va a ser como antes, después de las próximas citas electorales el
tablero político tampoco lo será. Por eso es el momento de
preguntarse si hay que desprenderse de un sistema que nació con la
Constitución o corregir errores y mejorarlo. En mi caso, tan
indignado como el que más, apuesto por lo segundo porque el sistema
democrático que en estos momentos evidencia la necesidad de
adaptarse a los tiempos e introducir medidas correctoras, que
empiezan por considerar al ciudadano algo más que un sujeto pasivo
que vota cada cuatro años, ha proporcionado también cosas buenas.
De los barros de los partidos que durante estos años han gobernado
vienen estos lodos. Su falta de autocrítica me recuerda a un cura
que estuvo vinculado a mi familia que tras una vida en la que sólo
bebía vino estiró la pata convencido de que la causa de sus males
era el agua, y no la cirrosis galopante que le devoró el hígado.
Fruto
de la indignación nacen propuestas como las de Podemos, que aglutina
el cabreo generalizado y que en su ideario mezcla a su antojo los
ingredientes para darle la vuelta al sistema y ofrecer la receta de
un hipotético e idílico mundo mejor. Probablemente su crecimiento y
expectativas de voto en las encuestas sean la mejor manera de mejorar
la democracia, aunque sea con trato o susto. Por eso se equivocan, y
mucho, los que usan la estrategia de ridiculizar y subestimar a
Podemos o a otras fuerza emergentes como Ciudadanos.
Pablo Iglesias, durante la intervención en un mitin |
Nunca
creí en bálsamos milagrosos, recelo de los charlatanes y no hay día
en el que a modo de plegaria eleve la mirada al cielo para criticar
con la retranca justa y necesaria la farsa nuestra de cada día. Por
eso discrepo del discurso de la formación de Pablo Iglesias. Aunque
su música es un canto de sirenas para una sociedad indignada, mucha
de la cual está dispuesta a dar su voto a unos para que no gobiernen
los de siempre,
desconfío de lo que dicen pero más aún de lo que no dicen. Sin
entrar en las sombras que suscitan –Venezuela, los suculentos
ingresos de Monedero o los trabajos de Errejón en la universidad de
Málaga–, en sus palabras predomina la ira y en su puesta en escena
sobran arrogancia y soberbia.
Puede
que los niños no amen a sus juguetes, que éstos sean flor de un
día, que un capricho se borre con otro, pero con el paso de los años
reaparecen en la memoria dormida, flashes en forma recuerdos del
desvencijado Scalextric, los soldaditos de plástico que compraba en
el Puesto Verde, en
una esquina de la calle Cartagena, las chapas o las canicas. Ahora
sería inútil ir al contenedor o a Valdemingómez a buscarlos.
A mi cabeza viene aquella canción de Cecilia que decía así: "Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra... Dónde están tus ojos, dónde están tus manos, dónde tu cabeza" Como muy bien dices, una España llena de mamandurrias. Preciosa palabra con jodido significado. Siempre tuya, Lyon.
ResponderEliminarA mi cabeza viene aquella canción de Cecilia que decía así: "Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra... Dónde están tus ojos, dónde están tus manos, dónde tu cabeza" Como muy bien dices, una España llena de mamandurrias. Preciosa palabra con jodido significado. Siempre tuya, Lyon.
ResponderEliminarCecilia lo clavó. Los que la recordamos lo sabemos.
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