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Selección española de baloncesto que en los JJOO de Los Ángeles 84 ganó la medalla de plata |
La costumbre un tanto dichosa de recordar las
efemérides ejercita la memoria hasta extremos insospechados. Claro, que un
ejercicio mental de este calibre tiene sus cosas buenas y otras, no tan buenas.
El asunto es que hace tres décadas el baloncesto español se doctoró en el mejor
lugar del mundo para hacerlo: Estados Unidos. Al fin y al cabo el baloncesto en
mayúsculas, el olimpo del deporte de la canasta y El Dorado de cualquier
jugador que se precie está en alguna de las franquicias de la
NBA. Pues sí. Fue allí, en los Juegos
Olímpicos de Los Ángeles de 1984 donde el equipo español consiguió la medalla
de plata ante la selección norteamericana. Tres décadas han pasado desde
aquella feliz e inolvidable final por la que muchos trasnochamos debido a la
diferencia horaria (recuerdo que la presencié en la cafetería Breogán, en Ribadeo.
Unos con cafés, otros con copas). ¡Qué noche la de aquél día!
Para ponernos en situación
conviene aclarar que no existía más que una cadena de televisión, que las
retransmisiones en directo desde el otro lado del Atlántico tenían su charme particular o que los
pantaloncitos que lucían los Corbalán, Epi, Martín, Arcega, Jiménez… eran
ridículos hasta decir basta (el paso del tiempo ha sido implacable con esta moda). El baloncesto
y sus normas eran distintas. Por
ejemplo, ni siquiera existía la canasta de tres puntos (Matraco Margall se habría salido), había dos tiempos de veinte
minutos, se lanzaba el balón al aire para dirimir las luchas (¡¡Por Dios, a qué
espera la FIBA
para recuperar esta norma!!! ), las posesiones duraban treinta segundos, hablar
de rotaciones de jugadores sonaba a chino y, si no recuerdo mal, colgarse del
aro se sancionaba con técnica. En cuanto al rival, basta con decir que los USA
contaban entre sus filas con un jovencito deslumbrante, un tal Jordan…
Desde hace tres décadas hablar
de medalla de plata, Fórum de Inglewood o Michael Jordan son conceptos que forman
parte del imaginario colectivo de varias generaciones. Son felices bocados delicatessen para los aficionados al
baloncesto. Sin embargo, tras esa medalla que nos abrió la puerta del cielo,
con el baloncesto en pleno auge en una sociedad dominada por el omnipresente fútbol,
lo que el futuro deparó al equipo nacional fueron sinsabores, decepciones y una la
traca final de infausto recuerdo: el archifamoso angolazo
en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Cada vez que España y Angola se
enfrentan, como hace unos días en un partido de la Ruta Ñ2014 celebrado en La Coruña, me sube el colesterol
al recordar la derrota más dolorosa de un equipo que tocó la gloria en Los
Ángeles y que ocho años después se dio un batacazo de no te menees.
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Gasol rebotea frente a Angola en el reciente partido de la Ruta Ñ2014. A.Nevado / FEB |
La ley de Murphy…
La digestión del éxito
siempre es difícil. Ahí está el valor de las grandes figuras del deporte. Se
dice, y es una verdad como un templo, que más difícil que llegar es mantenerse.
Eso fue lo que le sucedió a la selección que se colgó la medalla en Los Ángeles
y que demostró que se podía ganar a potencias del deporte de la canasta como
Yugoslavía (¡¡Qué antológica semifinal en Los Ángeles!!) o Rusia. Durante las
competiciones siguientes a este equipo se le encogió el brazo. Es una sensación
que conocen muy bien los tenistas. Cuando no se controla el miedo a perder lo
único que puede pasar es perder, más por los fallos propios que por los
aciertos del rival. En 1986, en el
Mundobasket celebrado en España, la descafeinada victoria ante la Canadá de Greg Wiltjer nos
dejó en quinto lugar, tras caer en cuarto con la selección brasileña liderada
por esa máquina llamada Oscar Schmidt. En los Juegos de Seúl 88, los triples de
Australia apearon a la selección de Díaz-Miguel en cuartos de final y en el
Mundial de Argentina 90 seguimos sin levantar cabeza con un anodino décimo
puesto, incapaces de superar la primera fase.
Y con esas malas sensaciones
la máxima murphyniana de que cuando algo va mal acaba peor se cumplió en Barcelona 92. Allí
comenzó el punto de inflexión del baloncesto español, que en 1999 rebrotó con
una generación inimaginable de talento y esfuerzo liderada por Gasol, Navarro, Gabriel, López, etc…
Una entrevista navideña… en noviembre
Y llegados a este punto es
el momento de hablar de Antonio Díaz-Miguel, el factotum del deporte de la canasta en España durante décadas. Hasta
que Angola, en cuarenta minutos nos sacó los colores como nadie lo había hecho.
Nos hicieron añicos. Los angoleños finiquitaron la etapa del seleccionador que
renovó y modernizó el baloncesto español. Díaz-Miguel fue probablemente el único
español convencido de que algún día la selección podría derrotar a los Estados
Unidos, lo que ocurrió en el Mundial de Cali. Esa misma cabezonería, capitalizando en exceso el éxito de Los Ángeles, también le
llevó a salir de una manera amarga de la selección. El baloncesto español le
debe mucho, pero al final los resultados son los que deciden. El hombre que
convenció a los jugadores que ganar a la todopoderosa Estados Unidos era
posible fue presa de su protagonismo. Y lo evidente era que desde la
plata de Los Ángeles al angolazo la
selección dejó de carburar, el balón dejó de entrar por el aro y el ambiente se
había enrarecido. Las críticas hacia Díaz-Miguel arreciaban, pero no daba su brazo a torcer y la prensa deportiva se
cebó con él. Ni siquiera tras esa bochornosa derrota con Angola se planteó la
posibilidad de dimitir. Cuestión de orgullo. Sin embargo, con el paso del
tiempo, pese a esas sombras, sigo acordándome de él y de esos jugadores del 84 cada vez que el baloncesto
español logra una medalla.
Fue Diaz-Miguel la primera
persona que me mostró unas imágenes de la NBA. Acababa de empezar a jugar
al minibasket. Un día apareció por el colegio con un proyector y una colección
de películas (entonces no había vídeos ni teléfonos móviles ni tablets, como mucho el CineExin, aclaro) . Nunca había visto una imagen en movimiento de la NBA, algo que entonces consideraba más propio de
una galaxia muy lejana que de mi vida en el barrio de Prosperidad. Nombraba a los Philadelphia 76ers, Celtics, Lakers... Mostró las primeras
imágenes que vi de los jugadores de la
NBA on fire (¡ése
canastón de Julius Erving volando por debajo del aro!!) También habló de sus
famosas reglas de juego (no perder balones, anotar las primeras canastas de
cada periodo… bla,bla,bla) y fue la primera vez que oí los nombres de Bobby
Knight, John Wooden o Lou Carneseca, mitos entre los mitos de los entrenadores, que como Díaz-Miguel ocupan un lugar destacado en el Hall of Fame.
Por esas cosas de la vida,
unos años después tuve la oportunidad de entrevistarle cuando trabajaba en una
agencia de noticias. Creo que se había vuelto a casar. Su aire de celebrity y su pasión por la moda le convertían
en un personaje popular. La entrevista era para un reportaje navideño (de esos que por si no lo saben se preparan en noviembre), que
salió publicado en la revista Lecturas y para el que posó vestido de smokin (lo puso él, nosotros el cava) y su mujer con un vestido de noche. Acompañado por un fotógrafo me presenté en su casa, de claro estilo american way of life, con un árbol
navideño, las correspondientes bolas de colores y las guirnaldas. Era noviembre de 1991, faltaban unos meses para el angolazo. La
entrevista la solventamos por la vía rápida, con esa serie de preguntas
profundas, de esas que se estilan para las revistas del cuore. No tardamos en hablar de baloncesto, que fue la verdadera
razón que me llevó hasta allí. Así que la visita se prolongó mucho más de lo previsto. Eludía hablar de las voces críticas que
reclamaban un relevo al frente de la selección nacional y confiaba en los JJOO de Barcelona. Su vivienda era la
historia viva del baloncesto. Me enseñó apuntes, medallas, fotos, balones y
material deportivo con más solera que un gran reserva… casi nada. Siempre recordaré con agrado esa entrevista, que
empezó con preguntas chorras sobre sus planes para el Año Nuevo y que acabó con
un master personalizado de basket.
‘Arigato’
Los hechos son los que son,
y cuanto más se tarda en aceptarlos es peor. La selección no funcionaba y el final fue el más desagrabable posible para alguien que tanto había hecho por el baloncesto español. El primer síntoma de recuperación
llegó en 1999, con los juniors de oro. Tuve que esperar muchos años para volver
a sentir la misma emoción del verano de 1984. Fue en 2006 cuando en Japón, una
generación descarada, talentosa y genial como ninguna volvió a emocionarrme
como en 1984. En esa ocasión, la final del Mundial ante Grecia la vi en Ibiza
(en la habitación de un hotel). Ese día logré quitarme un enorme peso de
encima, el que me perseguía desde el angolazo. Vale, no saquemos las cosas de sitio, pero el baloncesto es
un deporte que me apasiona, con el que he mantenido una estrecha y duradera relación de fidelidad. Ese día de septiembre tuve claro que se trataba de una generación única y
que durante los años siguientes nos iba a dar muchas alegrías. Ese día recordé
que se aprende de los errores. Ese día me reafirmé en la creencia de que el
esfuerzo tiene su recompensa y que siempre hay que salir a competir. Y ese día me
enseñó que cuando unos amigos dotados con un don especial para meter el balón
por el aro, que se reúnen en vacaciones para jugar al baloncesto, “la vida
puede ser maravillosa”.
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Foto oficial de la selección española 2014. A. Nevado / FEB |
P.D. Este equipo luchará
dentro de unos días por llegar a lo más alto posible en el Mundial que se
celebra en España. Su fin de ciclo está cerca (cuestión de edad), pero disfrutemos con ellos, de su juego, con sus victorias y sus derrotas. Un consejo: relájense y a
disfrutar.